EPILÉPTICO
LA ASCENSIÓN DEL GRAN MAL
Estar vivo y ser humano son condiciones que casi siempre llevan 
aparejadas enfermedades de nombres pintorescos, a menudo 
incomprensibles. ¿A qué se refiere David B. con “el gran mal”? Como 
primera y obvia respuesta estalla un “¡epilepsia!”, la misma epilepsia 
que da título a la novela gráfica, la “enfermedad sagrada” que tocó el 
espíritu y ocupó el cuerpo del propio hermano del autor desde la 
infancia, allá por la década de los 60.
Pero a medida que se avanza en la umbrosa lectura de la historia, se 
gana la certeza de que la dolencia  maligna es otra: el “gran mal” 
radica en los esfuerzos extremos que realizan los padres en la búsqueda 
de una cura; al objetivo difuso que persiguen, disparando al aire o 
escondiendo la cabeza en la tierra, sin reconocer que el hijo desea 
estar enfermo. Como todo niño que no haya sido domesticado por su medio 
inmediato, Jean-Cristophe es un megalómano que se identifica con Hitler y
 los grandes dictadores del siglo XX, y que aspira a vivir 
permanentemente en ese ambiente protegido, controlado, pero también 
dominante y tiránico, de la infancia.
En esa lucha cotidiana que llega a convertirse en cruzada, los padres 
arrastran a toda la familia, David B. incluido. De neurocirujanos que se
 relamen ante la perspectiva de trepanar y rebanar, hasta macrobióticos 
gurús y magnetizadores, cualquier remedio que permita mantener la 
esperanza de la recuperación sirve. Los cinco miembros de la familia, 
convertidos en una única célula enferma, pues, prueban todas las curas 
imaginables, acupuntura y exorcismo, videncia y astrología. La epilepsia
 contagia a la familia al completo.
Este cómic autobiográfico, que recoge en un único volumen los seis 
álbumes que David B. publicara entre 1996 y 2003 para la editorial 
L’Association de la que también fuese cofundador, resulta turbador por 
su subjetividad. Cuenta la historia de la familia, retrotrayéndose aquí y
 allá a los tiempos de las grandes guerras o rememorando aspectos de la 
guerra de Argelia; pero muy especialmente, narra el largo proceso 
decenal en el que David B. aprende a dibujar la enfermedad de su 
hermano, la de su familia, y la suya propia. Lo hace en blanco y negro, 
con el mal vestido de monstruo-serpiente que atraviesa el cuerpo del 
hermano o que escapa por la boca, y sin ahorrarse las crudas referencias
 al deseo de morir y de matar. En un ambiente laberíntico e irreal 
preñado de referencias al esoterismo y al fantástico, David B. mantiene 
conversaciones nocturnas con los fantasmas (el hombre-pájaro, el diablo,
 la muerte, el gato con chaleco) que pueblan el bosque de Olivet donde 
la familia reside; sueña y dibuja cruentas batallas; vive en comunas 
macrobióticas;  se desespera en un dolor sin límites; y, al final, logra
 poner en imágenes coherentes ese confuso peregrinar por las tierras de 
la penumbra.
En Epiléptico. La ascensión del gran mal, la epilepsia pone al 
descubierto la fragilidad y las incertezas de la existencia, y da nombre
 a un mal que en realidad no lo tiene. El mal es estar vivo. El mal es 
la desarmante humanidad.
Fuente: En la lista negra
"Cuatro cosas es necesario extinguir en su principio: las deudas, el fuego, los enemigos y la enfermedad." Confucio
(prólogo de la hermana de David B.)
París, 2 de octubre de 1.996
Querido David:
Has transportado a las viñetas de este álbum las sombras de nuestra infancia. Yo no soy como tú, no tengo esos recuerdos tan densos y exactos. Mi memoria es como la pepita de una fruta, compacta y oscura, que contiene todo mi saber. La única certeza de mi vida es la enfermedad de Jean-Christophe: la epilepsia del gran mal. Por otra parte, es algo que no deja de ser curioso, ya que siempre me la imaginé como una poderosa pepita alojada en los meandros de su cerebro.
Querido David:
Me has pedido a 
mí, a tu hermana pequeña, que escriba este prefacio. He aceptado sin 
dudarlo, adulada y conmovida. Y es que amo profundamente lo que has 
conseguido. 
Has transportado a las viñetas de este álbum las sombras de nuestra infancia. Yo no soy como tú, no tengo esos recuerdos tan densos y exactos. Mi memoria es como la pepita de una fruta, compacta y oscura, que contiene todo mi saber. La única certeza de mi vida es la enfermedad de Jean-Christophe: la epilepsia del gran mal. Por otra parte, es algo que no deja de ser curioso, ya que siempre me la imaginé como una poderosa pepita alojada en los meandros de su cerebro.
Tú siempre le diste gran importancia al detalle exacto, a la reconstrucción fiel. Recuerdo toda la documentación histórica que acumulabas en tu cuarto y que te servía para reproducir en tus dibujos el traje de un soldado, la gualdrapa de un caballo... Cuando eras pequeño, querías ser "profesor de historias". Lo has conseguido.
A veces, alguien me pregunta: "¿Cómo está tu hermano?"
Florence
"Bien, está bien ... ", digo y paso a enumerar una serie de datos sobre lo que haces, sobre tus proyectos, sobre tus amores. Es entonces cuando mi espíritu se divide y respondo a esta pregunta en mi interior, refiriéndome a mi OTRO hermano. Pero nadie conoce a mis dos hermanos, y mi segunda voz queda estrangulada a medio camino entre el corazón y la garganta.
Quisiera hablar de nosotros. De nosotros tres. Éste es el recuerdo que me es más querido: haz memoria, estábamos en Bourges, en casa de los abuelos. Los tres dormíamos en el mismo cuarto. Jean-Christophe junto a la puerta, tú a su izquierda y yo en la cama pequeña al lado del armario. Tito, Fafou y Sicoton.
Apenas se apagaba la luz, aterrizábamos en el planeta Marte y cada uno describía lo que veía: seres extraordinarios, monstruos a los que hacíamos huir... porque éramos grandes cazadores. Desvariábamos en voz baja formando un coro fraternal e infantil. Acabábamos con gigantescos banquetes de muslos de dinosaurio y sandías gigantes, antes de sumirnos embriagados en el sueño que terminaba con esa unión fugitiva y cristalina.
Y ya está. Tras todas nuestras epopeyas, me he convertido en personaje de historieta y maestra de escuela. A veces, me cruzo con niños que se nos parecen.
Un abrazo muy fuerte. Te quiero.
Viñeta de David B hacia el final del comic, que me gusta mucho ----------------------------------------------------------------------------------------
A veces hay en nuestras 
vidas de todo. Quedan recuerdos buenos entre otros que no lo son tanto. 
Yo también me sentí parte de una familia más o menos feliz alguna vez, y
 eso es algo que no puede decir todo el mundo. Hay quien no sabe lo que 
supone tener hermanos, o un padre, una madre, o incluso quien no ha 
probado nada de eso cuando niño.
Dentro de este comic, David B. muestra cómo sus padres, llevados por una desesperación obsesiva, concatenan alocadamente esfuerzos para
 ayudar a un hijo en detrimento de los otros dos y de si mismos. 
Florence, hermana de David, intenta suicidarse en una ocasión y él 
internamente se debate con vigor entre los ecos de sus pensamientos, sus
 cómics y sus conductas de supervivencia. Gracias a su pequeña 
estrategía supera, en mejor o peor modo, las grandes dificultades a que 
se ve sometido un niño, un adolescente, un joven, que desea poder llevar
 la vida de un hombre normal, algún día.
Ser
 un hombre normal no es algo sencillo, si se desea cumplir con las 
exigencias de la avanzada sociedad capitalista global que nos gobierna 
de forma tan compleja y acomplejante, donde los individuos que la forman
 son, vistos de forma individual, poco más que otro producto con una 
amplia gama dentro del mercado de la oferta y la demanda.
Jean-Christophe, el 
hermano que padece epilepsia, es un muchacho que se ha rendido, vencido 
por una enfermedad que los demás hemos convertido en excluyente, 
señaladora, aterradora, demencial... ¿qué más puede decirse de algo que 
se desconoce?
Habrá personas que 
lucharán contra la epilepsia, como muchos presentan batalla a tantos 
problemas, pero también habrá quienes se rendirán, como muchos se rinden
 ante sus propias pesadillas. Jamás me atrevería a criticar a 
Jean-Christophe por su actitud y siento lástima, pero no por él sino por
 el resto de su familia. Y siento odio por todas las personas que se 
alimentan de las esperanzas más tiernas de los demás, de sus ilusiones y ganas por evitar el dolor a quienes aman. Odio a los vendedores de falsos remedios y de entre los profesionales de la medicina, odio a aquellos
 que tratan a sus pacientes como cobayas para experimentos, y a los que 
perciben regalos de las empresas farmacéuticas a cambio de recetas como a
 los que no se preocuparon como debían de sus pacientes ahora muertos.
(Y siento mucha rabia, 
dicho sea de paso, contra los malditos cerdos políticos que nos están 
 robando en España a nuestros buenos especialistas, nuestros médicos 
buenos o malos, porque eran los que teníamos, y que nos quitan 
profesores, y ayudas, y restan en la pensión del abuelo al tiempo que 
aumentan los impuestos... es tanto...)
Y finalmente, tras 7 
años trabajando David en este tomo, el texto escrito nuevamente por su 
hermana Florence, con sencillez y la lucidez de una persona madura. De 
Jean-Christophe, siento no haber encontrado una foto.
EPILOGO
No sé qué puedo decir ahora. Te había prometido salir en el último tomo, sin ninguna idea preconcebida, sólo por lógica personal y por ese cariño básico hacia las cosas que van emparejadas: antes después, nunca siempre, prólogo epílogo... esa puntuación binaria de mis angustias... un billete para la ida, este otro para la vuelta. Sabía que entre el aquí y el allí pasaría mucho tiempo y muchas cosas, pero no tenía pensado escribir algo concreto. De hecho, no me esperaba nada, creyendo que ya nada podía sorprenderme. Creía haber terminado de crecer y que la vida ya sólo sería un apagarse poco a poco.
Y han pasado muchas cosas: las pasiones llenas de ruido y de rabia y el exilio de cada uno. Yo he pasado el mío en los terrenos de la locura, en lucha constante, esperando a que todo se acabase y la vida pasara. Pero la vida se nace valer con la certeza de tener derecho a hacerlo y de saberse milagrosamente impune. Sin reserva o contención alguna.
Por fin tuve derecho a la cara B.
La hemos llamado Paul.
 
A veces, a menudo, lo miro y me parece ver en su cara un poco de todos nosotros. Tiene ojos azules, como Jean-Christophe. Lo encuentro tan guapo como lo eras tú. Siempre me ha llamado la atención, y he envidiado, lo guapo que sales en las fotos viejas.
Me parece que, de los tres, yo fui la menos regalada por la naturaleza, la más insignificante. Jean-Christophe era infinitamente encantador, un angelote rubio de ojos azules, redondito y pilluelo.
Tú eras guapo. Sin reservas. Con una boca de extremada belleza, mofletes y ojos inmensos y oscuros.
Cada vez juego menos a ese puzle genealógico. Cuando nació, en el ala de maternidad, veía en la línea de su perfil a su bisabuelo Félix. Unas semanas más tarde, viéndolo tumbado, me recordó una foto de su abuelo desnudo sobre una piel de oso.
Luego me di cuenta de que, desde el nacimiento del cuello hasta la punta del dedo gordo del pie -una extensión que representa un porcentaje nada desdeñable- tiene la misma percha que su padre.
Podría seguir abundando en esto, pero me contendré de momento, en vista de que no parece interesar mucho al resto del mundo.
Y vale ya. Remataré mis motivos acerca de mi participación en el primero y en el último tomo de esta obra diciendo que quería estar segura de que tendría un final feliz. Como dice Remy, y gracias a él, aún hay vida después del Gran Mal.
Un beso con algo más que ternura a mi marido y a nuestro hijo, a mis dos hermanos, a mis padres, y a todos los que nos han hecho como somos.
Florence.
No sé qué puedo decir ahora. Te había prometido salir en el último tomo, sin ninguna idea preconcebida, sólo por lógica personal y por ese cariño básico hacia las cosas que van emparejadas: antes después, nunca siempre, prólogo epílogo... esa puntuación binaria de mis angustias... un billete para la ida, este otro para la vuelta. Sabía que entre el aquí y el allí pasaría mucho tiempo y muchas cosas, pero no tenía pensado escribir algo concreto. De hecho, no me esperaba nada, creyendo que ya nada podía sorprenderme. Creía haber terminado de crecer y que la vida ya sólo sería un apagarse poco a poco.
Y han pasado muchas cosas: las pasiones llenas de ruido y de rabia y el exilio de cada uno. Yo he pasado el mío en los terrenos de la locura, en lucha constante, esperando a que todo se acabase y la vida pasara. Pero la vida se nace valer con la certeza de tener derecho a hacerlo y de saberse milagrosamente impune. Sin reserva o contención alguna.
Por fin tuve derecho a la cara B.
La hemos llamado Paul.
A veces, a menudo, lo miro y me parece ver en su cara un poco de todos nosotros. Tiene ojos azules, como Jean-Christophe. Lo encuentro tan guapo como lo eras tú. Siempre me ha llamado la atención, y he envidiado, lo guapo que sales en las fotos viejas.
Me parece que, de los tres, yo fui la menos regalada por la naturaleza, la más insignificante. Jean-Christophe era infinitamente encantador, un angelote rubio de ojos azules, redondito y pilluelo.
Tú eras guapo. Sin reservas. Con una boca de extremada belleza, mofletes y ojos inmensos y oscuros.
Cada vez juego menos a ese puzle genealógico. Cuando nació, en el ala de maternidad, veía en la línea de su perfil a su bisabuelo Félix. Unas semanas más tarde, viéndolo tumbado, me recordó una foto de su abuelo desnudo sobre una piel de oso.
Luego me di cuenta de que, desde el nacimiento del cuello hasta la punta del dedo gordo del pie -una extensión que representa un porcentaje nada desdeñable- tiene la misma percha que su padre.
Podría seguir abundando en esto, pero me contendré de momento, en vista de que no parece interesar mucho al resto del mundo.
Y vale ya. Remataré mis motivos acerca de mi participación en el primero y en el último tomo de esta obra diciendo que quería estar segura de que tendría un final feliz. Como dice Remy, y gracias a él, aún hay vida después del Gran Mal.
Un beso con algo más que ternura a mi marido y a nuestro hijo, a mis dos hermanos, a mis padres, y a todos los que nos han hecho como somos.
Florence.





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