martes, 20 de octubre de 2015

DOCUMENTAL - BEWARE OF MR. BAKER

                                        "BEWARE OF MR. BAKER" SUBTITULADO



 

CUIDADO CON EL SEÑOR BAKER

 
Un chico norteamericano llamado Jay Bulger tenía 26 años cuando un amigo suyo le enseñó un documental que había hecho en el pasado. “Hey Jay, check this out.” La cinta iba sobre un chiflado de pelo rojo que cruzaba el desierto del Sahara al volante de un Range Rover. El alucinado era Ginger Baker, uno de los mejores baterías de todos los tiempos.

Jay Bulger sintió que debía conocerlo en persona. Se hizo pasar por reportero de la Rolling Stone y viajó hasta Sudáfrica para entrevistar al mito. Pasó varios días en su casa y escribió un artículo que acabó vendiendo a la famosa revista. El diablo y Ginger Baker, así se llamó el artículo, se publicó en agosto del 2009. Pero conocer a Ginger Baker le produjo tanta impresión que Jay Bulger quiso más, y empezó a preparar un documental: Beware of Mr. Baker, que se estrenó el año pasado. No tiene desperdicio.

En 2009, cuando Jay Bulger llega a Sudáfrica por primera vez, Ginger Baker tiene 69 años. Vive en una pequeña localidad de granjeros llamada Tulbagh, en una finca de  324. 000 m2 (54 campos de fútbol más o menos). Viven con el su pareja (una guapísima mujer de Zimbawe de 27 años que conoció por internet), las hijas de esta, 39 caballos, no sé cuántos perros y un montón de empleados. Vivió antes en otra ciudad sudafricana, KwaZulu, pero los paisanos de ahí lo obligaron a irse.

No sintáis pena. Para el señor Baker, queridos drugos, eso no era ninguna novedad. Que lo expulsaran de donde sea que estuviere era cosa normal. Perseguido por Hacienda, gobiernos locales o exmujeres, antes de que los simpáticos habitantes de KwaZulu lo echaran a patadas Ginger Baker ya tuvo que salir corriendo de Inglaterra, Italia, Nigeria y EEUU. El señor Baker es un pedazo de cabrón.

En 2009, entonces, lo tenemos en Tulbagh, viviendo en una pedazo de finca con una negra 42 años más joven que el, perros, caballos y más cosas. Para entonces, sin embargo, y a pesar del casoplón y la negra, Ginger Baker ya estaba pagando por todos sus pecados. Unos años antes le diagnosticaron una enfermedad jodida y degenerativa que afecta a la médula espinal. Todos los días, antes de desayunar, el señor Baker tiene que enchufarse a su máquina de morfina para que disminuya el dolor, y luego tomarse una riquísima ración de antidepresivos y calmantes. Se pasa buena parte del día sentado en su sillón, jurando y fumando sin parar (tres paquetes al día oiga). Además está arruinado.
El puto Ginger Baker queridos drugos. Un batería excepcional. Y además un músico muy formado, capaz de componer y hacer arreglos de cualquier clase. El primer gran batería de rock, aunque a el eso del rock le parece una cosa menor, una mariconada. Sus ídolos musicales son todos músicos de jazz.

Nació en un barrio humilde de Londres el 19 de agosto de 1939, unas semanas antes de que empezara la II Guerra Mundial. Su padre, que era albañil de profesión, se alistó al ejército. Murió cuando el pequeño Baker tenía cuatro años. Pero antes de irse dejó una carta para su hijo, para que la abriese cuando cumpliera 14.
Al salir del colegio el pequeño Ginger se dedicaba a hacer chiquilladas con su cuadrilla. Solían ir a una tienda de discos para robar. Ginger hacía de señuelo, su labor consistía en pedir discos al dependiente y escucharlos, así sus amigos podían robar con tranquilidad. Y así nació su interés por el jazz.
Pero un día su madre encontró un montón de discos en su casa y le dio una buena tunda. Desde entonces Ginger se mantuvo al margen de aquellas pequeñas actividades delictivas. Y los de su antigua cuadrilla también empezaron a zurrarle. Recibió aquellos abusos sin tratar de devolver los golpes, hasta que cumplió 14 y abrió la carta de su padre. (No es coña. Pasó así) “Querido hijo”, decía la carta, “Aquí te dejó algún consejo sobre cómo creo que debes comportarte en la vida. Sé un hombre siempre. Sé fuerte. Utiliza tus puños, normalmente son tus mejores amigos. Bla, bla, bla… Tu padre que te quiere”. Y entonces, queridos drugos, cuando en el colegio otro chaval soltó un chiste desafortunado, el joven Baker le dio un palizón. Y así se desató, sin remedio en adelante, ese carácter violento. El mismo carácter que tiene hoy, con 74 años.
Aquel episodio lo ayudó a ganarse el respeto de los demás. Desde entonces, cuando en clase golpeaba y golpeaba el pupitre como si fuera un tambor, los demás gritaban, aplaudían y jaleaban.  En una fiesta, poco después, lo animaron a sentarse a la batería. Se sentó y sorpresa: podía tocar. “Fuck, i’m a drummer”, pensó el joven Ginger.
Siguió tocando de forma compulsiva y empezó a ganar reputación como buen batería de jazz. Luego, a los 20, el y su novia Liz tuvieron su primera hija. Por entonces Ginger ya era yonki. Lo introdujo en la heroína uno de sus ídolos musicales: Phil Seaman. También gracias a Seaman Ginger descubrió la música tradicional africana y todos esos ritmos watusi. Escuchar esos discos le produjo la misma sensación que descubrir el jazz en aquella tienda en la que robaba de crío. Cuando nació su hija, entonces, Ginger decidió desengancharse. Pero le llevó 20 putos años. Estaba cantado que no podía ser un buen padre de familia.
También conoció por aquel entonces, durante los primeros años de la década de los 60, a otro músico excepcional: Jack Bruce. Jack tocaba el contrabajo en una banda llamada Alexis Corner’s Blues Incorporated. Nadie en el grupo estaba contento con el batería, un jovencísimo Charlie Watts (luego batería de Rolling Stones), así que se marchó y cedió su lugar a Ginger. El jazz perdía popularidad en favor del R&B. Luego se unió a la banda otro gran músico, un drogata de categoría superior, como Baker, un teclista gordo llamado Graham Bond.
Cansados de tocar por poco dinero, Graham Bond, Jack Bruce y el propio Ginger Baker formaron otra banda: la Graham Bond Organization (1963-1966). Jack Bruce cambió el contrabajo por el bajo eléctrico. Pronto se convirtieron en una de las bandas más influyentes de todo Londres, y también de toda Inglaterra. Aquel fue el primer contacto de Ginger con la fama.
Además de por ser músicos brillantes, la Graham Bond Organization también empezó a ser popular por los enfrentamientos que protagonizaban Jack Bruce y Ginger Baker en el escenario. Se entendían bien en lo musical pero peleaban sin parar. Durante una actuación Ginger dejó de tocar y se lanzó a por Bruce. Lo tiró al suelo de un gancho de derecha y empezó a darle patadas. “Levántate capullo”, le gritaba. Le dio una buena. Luego sacó un cuchillo y le dijo: “¡estás despedido!”. Y Graham Bond no hizo una mierda por impedirlo. Por entonces estaba tan metido en el caballo como Ginger, o más, y nada le importaba un carajo. La Graham Bond siguió tocando un tiempo sin Bruce. Nunca tuvieron éxito comercial. Solo después de su disolución, como pasa a veces,  empezaron a venderse mejor sus discos y recopilatorios.

En 1966 Ginger dejó la banda. “Ahora voy a formar y liderar mi propio grupo”, se dijo. Y pensó en otro músico cojonudo que ya conocía, inglés también. El fulano se llamaba Eric Clapton. A Clapton le gustó la idea. Pero en la cabeza de Baker se dispararon todas las alarmas cuando Clapton propuso al tercer miembro: Jack Bruce. “Oh God”, pensó Ginger.
Pero Jack, Bruce y el dejaron a un lado sus problemas y así nació Cream, uno de los primeros grupos de rock superventas. En solo dos años, que fue lo que duraron juntos, vendieron 15 millones de discos. Puede que no os guste una mierda, pero Cream estalló como una puta bomba atómica. Fueron incontestable influencia para muchísimas bandas que se hicieron populares en los 70: Pink Floyd, Black Sabbath, Led Zeppelin y su puta madre. Y también fueron admirados por los músicos de aquella generación: Carlos Santana, los Grateful Dead o Jimi Hendrix. Cuando Hendrix iba a Londres siempre quería tocar con Cream, no había nadie a quien admirara tanto. Algunos también ven conexiones entre Cream y lo que luego se llamó heavy-metal. Sobre este legado Baker siempre ha dicho: “De ser cierto tendríamos que haber abortado”.
En cualquier caso, desde el principio quedó claro que Cream no iba a durar mucho. Jack y Ginger seguían llevándose a matar, y Eric Clapton, que estaba siempre en medio, no podía soportar tanta hostilidad. En noviembre de 1968, dos años después de empezar y cuatro álbumes de estudio después, Cream dio su último concierto.
Ginger Baker formó Cream y fue exactamente como el quiso que fuese, pero nunca obtuvo el crédito que se mereció. Jack Bruce y Peter Brown (letrista) son los que se han repartido hasta la fecha la mayor parte de los millones que ha generado su música. Baker y Clapton siempre han recibido mucho menos.
Clapton sintió alivio cuando Cream se disolvió.  Decidió alejarse de Jack Bruce y Baker, sobre todo de Baker, y se acercó a un amigo suyo llamado Stevie Winwood. Los dos decidieron empezar una nueva banda: Blind Faith. Pero adivinad quién siguió al bueno de Eric y se acopló al grupo: el puto Ginger Baker, la última persona que Clapton quería a su lado. Blind Faith duró menos de un año. Tres meses después del último concierto, cuando Ginger volvió a Londres después de haber pasado una temporada en Hawai y en Jamaica con su familia, fue a ver a Stevie. Este le dijo que Clapton se había unido a Tyler and Bonnie y que el volvía a reunir a su antigua banda, Faith.
Entre 1969 y 1970 Baker estuvo involucrado en otra aventura musical que el mismo puso en pie: la Ginger Baker’s Airforce, una big band. Ginger había ganado bastante dinero con Cream y Blind Faith, así que decidió invertir de su propio bolsillo en el nuevo proyecto. Fue un tremendo error, según reconoció más tarde. La aventura duró un santiamén.

Pero fue otro acontecimiento importante el que lo empujó a dejar Londres, cruzar el Sáhara en su Range Rover y luego instalarse en Nigeria durante seis años. Ocurrió durante una noche de septiembre de 1970, en la misma Londres. Hendrix estaba en la ciudad. Ginger se había quedado sin heroína y Mitch Mitchell (el batería de Hendrix) le propuso ir a buscar a Jimi. Buscaron toda la noche en vano. Cuando estuvo cansado de buscar, Baker se introdujo en las venas un montón de cocaína y estuvo a punto de morir. Al día siguiente Ginger se enteró: esa misma noche Jimi también había sufrido una sobredosis (mezcla de pastillas para dormir y alcohol), se había ahogado en su propio vómito y estaba muerto.
Así las cosas, dijo adiós a su mujer y a sus tres hijos y se fue. Ginger Baker sentía la llamada de África desde hacía mucho. Antes de que acabara el año ya estaba en Nigeria. La década de los 70 fue bastante movida por ahí. No voy a extenderme mucho, no os preocupéis, buscad el documental y verlo si queréis saber toda la historia.
Baker pasó seis años en Lagos, la capital del país. Montó el primer estudio de 16 pistas de toda Nigeria. Trabajó con muchísimos artistas, el mejor y más conocido de todos se llamaba Fela Kuti, que se convirtió casi en su hermano. Todos los músicos negros lo respetaban. Durante aquellos años descubrió también la otra gran pasión de su vida: el polo. Y hacia 1976 unos mafiosos blancos se acercaron a el y le dijeron que no podía tener el estudio abierto. Los mandó a tomar por culo; los mafiosos fueron a matarlo; y Baker se subió a su Range Rover y salió pitando del país.
Volvió a Londres, a su casa, con su mujer y sus tres hijos. En Nigeria había perdido una fortuna así que debía trabajar. Se unió a los hermanos Gurvitz y pusieron en marcha la Baker Gurvitz Army. Pero su amor por el polo se entrometió y truncó sus planes de rehabilitación. Baker hizo traer desde Argentina 30 caballos. Hacienda se enteró y empezó a perseguirlo. Le dijeron: “Nos debe 150.000 libras señor Baker”. El señor Baker no tenía tanto dinero, así que Hacienda embargó su casa. Para Ginger fue una época desastrosa, así que empezó a consumir durísimo otra vez. Su mujer y sus hijos se quedaron en la calle, y el decidió poner tierra de por medio. Pensó que solo podría rehabilitarse si se alejaba de Londres y de todas las personas que conocía. En 1982 se marchó a Italia con una chica de 18 años, Sarah Dixon, que se convirtió luego en su segunda mujer. No volvió a vivir en Inglaterra nunca más.
Los seis años que pasó en Italia fueron también horribles. Vivió en una granja desastrosa que se caía, sin electricidad y sin nada salvo un par de caballos, varios perros y su batería. Sarah Dixon se había casado con Ginger Baker porque era una estrella del rock, pero cuando llegó ahí a la Toscana, a aquella granja en medio de ninguna puta parte pensó: “What the fuck…” Así que en cuanto tuvo oportunidad abandonó a Ginger, que se quedó solo.
Durante ese tiempo trabajó poco, no tenía con quién. Solo un tipo llamado Bill Laswell, que era entonces productor de Pil, fue a buscar a Baker para ofrecerle algo. Se lo había pedido Johnny Rotten: “Ve a buscar a Ginger Baker”, le había dicho. Laswell consiguió que Baker volviera a un estudio. Colaboró en el quinto álbum de estudio de Pil (Album, 1986) y en otros tantos proyectos.
Baker vivía en la mierda. A los vecinos de la Toscana no les gustaba nada aquel inglés pelirrojo. Ginger se metió en problemas, envenenaron a su perro, y decidió marcharse. Había estado recibiendo, además, cartas de un fulano de California que le decía: “Ginger, macho, tú tienes porvenir en esto de las películas”.
Metió a sus caballos en un avión y se instaló en Los Angeles en 1988. En el negocio musical tuvo que volver a empezar, como si fuera un novato. Hasta publicó un anuncio en una revista para encontrar una banda. En 1993, finalmente, se unió a Masters of Reality. Le pegó un sorbo al negocio musical de aquella época, y lo escupió enseguida. Los Angeles no le gustaba, además no se llevaba bien con la comunidad de polo local (qué novedad). Volvió a coger sus caballos y a su tercera mujer y se mudó a un rancho en Colorado.  Aunque Los Angeles es capital mundial de la droga Baker permaneció limpio. Sustituyó la heroína por los caballos y el polo, un vicio un pelín más caro. Una adicción que lo mantiene siempre al borde de la bancarrota.
Ahí en Colorado fundó un club de polo. Y volvió al jazz, la música de la que el venía. Formó parte de una gran banda, la Denver Jazz Quintet, con la que salió de gira. Obtuvo de nuevo el crédito que merecía, el mundo del jazz lo reconoció, sin género de dudas, como uno de los mejores.  Vivió en Colorado hasta finales de los 90. Entonces la gente de Hacienda empezó a perseguirle, y también los de Inmigración. Antes de que lo deportaran oficialmente volvió a meter a sus caballos en un avión y se marchó a KwaZulu, Sudáfrica.
Y de ahí pasó luego a Tulbagh, como he explicado al principio. Ahí se lo encontró Jay Bulger. Viejo ya, pero haciendo enemigos como siempre, y en compañía de sus amados caballos y perros. “Los caballos nunca te decepcionan. Tampoco los perros”, dice. Se gasta prácticamente todo su dinero en procurar lo mejor para sus animales. Sacan su lado humano: regularmente financia partidos de polo benéficos que recaudan fondos para enfermos de SIDA, y dona un montón de pasta para construir mejores centros veterinarios. Tantos cuidados lo tienen al borde de la bancarrota, y eso que en 2005 Cream volvió a reunirse para dar un concierto en el Royal Albert Hall y el señor Baker se embolsó varios millones de euros. Ya no le queda nada.
Y adivinad qué pasó luego. Pues otra vez la misma puta historia. Uno de su perros apareció muerto, envenenado, y el señor Baker, con 70 palos, hizo las maletas, vendió todo y se echó a la carretera otra vez. Palabra que fue así. No tengo ni zorra de dónde está ahora,pero seguro que no se queda mucho tiempo.  El puto Ginger Baker. Life’s a bitch.

Fuente:Donato fanzine
 
 

 
 
 
 

 

domingo, 11 de octubre de 2015

LITERATURA - YO, ASESINO DE ANTONIO ALTARRIBA Y KEKO

           "YO, ASESINO" PRESENTADO POR ANTONIO ALTARRIBA Y KEKO



 

Antonio Altarriba & Keko: Yo, asesino   

Año de publicación: 2014   

Valoración: muy recomendable

 Título original: Moi, assasssin


Otra cosa tal vez no, pero desde luego este libro deja bien a las claras desde su título y aún más desde su magistral primera página, de qué trata: pues de las andanzas de un asesino, claro, contadas por él mismo. No un asesino a sueldo ni un terrorista obediente a su Causa, ni un homicida "pasional" (¿os acordáis de aquel "romántico" eufemismo, en boga hasta hace no demasiado tiempo?): hablamos de un asesino psicópata, frío y sin motivos aparentes. Pero nada del típico asesino en serie que destripa a sus víctimas o deja una firma reconocible para que le trinque la policía, más pronto que tarde; nuestro asesino es "en exclusiva", como dice él, mata por puro placer y para satisfacer una inquietud estética. Es más, se toma cada uno de los asesinatos como una obra de arte diferente, como una performance con la que trasmitir un mensaje conceptual, aunque sea poco discernible y aun permanezca oculto para la mayoría de la gente. Porque el asesino protagonista, Enrique Rodríguez, es además profesor de Historia del Arte de la Universidad del País Vasco y ha desarrollado toda una tesis sobre el "arte del sufrimiento" en la que se basa su exitosa carrera académica.

 
Y aquí debo hacer una aclaración: aunque como lector soy bastante aficionado a la novela negra o policiaca, no es que yo tenga un especial interés en este tipo de personajes, asesinos psicópatas, de los que, por otra parte, en los últimos tiempos hemos sufrido una saturación en películas, series, novelas y hasta ensayos sesudos. Mi interés por esta novela gráfica /cómic -o  lo que se diga- viene en gran parte motivada porque la ciudad en la que se desarrolla gran parte de la historia ha sido -y aún es en buena medida-  también mi ciudad. Y es más, yo estudié en la Facultad universitaria donde da clase el asesino de la historia, hasta que fui injustamente expuls... bueno, ejem, dejémoslo. Digamos que es mi alma máter y conozco perfectamente sus pasillos y departamentos, que salen aquí plasmados. Lo que no conocí entonces, lo puedo jurar, es a ningún profesor asesino, aunque sí a más de uno al que me hubiera gustado... en fin, corramos otro estúpido velo... Bueno, para acabar el "momento Cuéntame" de hoy, explicaré que, para más regocijo, resulta que el guionista de este cómic/novela gráfica, Antonio Altarriba, también es profesor en esa misma Facultad (no de Historia del Arte, por suerte); imaginemos jocosos comentarios y el desinhibido ambiente que puede haber generado allí la publicación de este libro... Quizás previendo ciertas suspicacias -y también como una broma privada, al parecer- el dibujante Keko creó al asesino como un retrato exacto del guionista Altarriba. Lo que, por otro lado, ha resultado ser un acierto: resulta perfecto como plasmación del asesino Enrique Rodríguez, inconcebible con otro aspecto antes incluso de acabar de leer el libro.
 
Ya puestos, hay que hacer una especial mención al magnífico trabajo gráfico de Keko: no se trata sólo de ese estupendo dibujo en blanco y negro (y los toques de rojo, allí donde se requiere este color... adivinad dónde), minucioso para la ambientación (disfrutarán en especial quienes conozcan la ciudad de Vitoria, pero también aparecen otros escenarios: Madrid, París, Valladolid, Salamanca...) y expresionista al hora de tratar los personajes. No soy un aficionado exhaustivo de las novelas gráficas o cómics, pero su trazo me ha recordado a clásicos maestros del claroscuro como Will Eisner, Alex Toth y, sobre todo, el  Frank Miller de Sin City. O el Taxista de Martí, aparecido en la legendaria revista El Víbora. Sin olvidar que, aparte del tenebrista pero adecuado uso de luces y sombras, destaca la sabia planificación y montaje de las escenas... algunas de ellas especialmente delicadas, puesto que narran asesinatos truculentos, pero que este dibujante resuelve de forma magistral.

Al estar contada desde el punto de vista del asesino, éste nos va ilustrando a lo largo de toda la historia de las razones que justifican sus actos criminales. Al tratarse de un inteligente profesor universitario, el discurso está bien cimentado, aparte de que aparecen continuas referencias, tanto visuales como literarias, a la relación entre la violencia y el arte, comenzando  por el célebre libro de Thomas de Quincey El asesinato como una de las Bellas Artes (no aparece, sin embargo cierta referencia  de la cultura popular actual que, no por obvia, me parece menos pertinente: la del inefable personaje Hannibal Lecter. Aunque  no me refiero al dr. Lecter sujeto con el bozal o que se dedicaba a comerse el hígado de sus víctimas, sino al que, después de mostrar en una conferencia como fue el horcamiento de los Pazzi, en el siglo XV, reproduce el acto con su siguiente víctima); es más, el profesor Rodríguez no sólo considera como artísticas sus acciones, sino al asesinato gratuito como un actos verdaderamente revolucionario, a diferencia de los que matan amparándose o al servicio de una ideología -y aquí la inserción de un atentado de ETA no es mero recurso de la ambientación- o por servir a intereses espúreos, por interés personal. Nuestro asesino mata "por amor al arte" -son sus palabras- e incluso como una reivindicación de su individualidad y de sus instintos reprimidos por la sociedad y el Estado, que aceptan y fomentan ciertas formas de violencia mientras persiguen otras que escapan a su control. Incluso lo que parece insinuarnos esta historia es que el riesgo quizás no esté tanto en considerar el asesinato como un tipo de arte, sino que puede estar en considerar el arte -según qué arte, de quién y por quién- como un tipo de crimen.
Claro, que también todo este discurso puede verse como una elaboración intelectual del personaje, destinada a justificar -ante sí mismo, sobre todo- el sucumbir sin resistencia ante sus impulsos criminales. Y eso que el asesino de la historia, no es sólo una fría máquina de matar -y éste es uno de los aciertos del guión de Altarriba-, sino un tipo con sus problemas laborales, sentimentales y existenciales (casi se diría que está en plena crisis de la mediana edad). Incluso llega a parecernos una víctima él también, en este caso de las consabidas intrigas entre colegas universitarios y académicos... La empatía que él no parece sentir por los demás, acabamos sintiéndola los lectores por este asesino, que acaba por hacerse entrañable, de tan magistralmente que lo han construido los dos autores de este libro.

Nota aclaratoria: El título original está en francés porque esta novela gráfica se editó primero en Francia, aunque supongo que el idioma en el que se escribió fue el castellano. Digo supongo porque resulta que A. Altarriba es catedrático de literatura francesa, así que entra dentro de lo posible que escribiera el guión directamente en este otro idioma. Je ne sais pas.


  Fuente: Unlibroaldia.blogspot.com