SELLO DE LA ORDEN DEL TEMPLE CON LA LEYENDA "SIGILLUM MILLITUM XPISTI"
La orden del Temple surgió a principios del siglo XII en Jerusalén, a partir de un grupo de caballeros que se declararon donados
o servidores del Santo Sepulcro y se dieron como misión defender los
Santos Lugares frente a los musulmanes. Dotada de una regla monástica y
tutelada directamente por la Santa Sede, la Orden tenía un doble
carácter, religioso y militar, rasgo que puede chocar a nuestra
mentalidad del S. XXI, pero que resultaba ampliamente aceptado en el
contexto de la Edad Media y del periodo de las Cruzadas. Pese a ello, no
fue fácil, en el momento del nacimiento de la nueva orden, realizar la
fusión entre el caballero y el religioso. La Iglesia cristiana, que en
sus orígenes era esencialmente pacifista, tuvo que modificar su
ideología sobre la guerra hasta llegar a una concepción nueva, cuyo
modelo fue el Temple.
En una época en que el patrimonio de la Iglesia se encontraba amenazado por la anarquía feudal, la violencia era justificable si servía a la defensa de las posesiones del Papa (el Patrimonio de San Pedro) y en general de los bienes eclesiásticos. La Iglesia intentaba así encauzar la violencia de la aristocracia guerrera que amenazaba a los débiles e indefensos. Una primera manifestación de esta tendencia fueron los concilios de Paz y Tregua de Dios, que se hicieron frecuentes desde el S. XI y que prohibían la puesta en marcha de acciones armadas en determinados periodos del año.
En Tierra Santa, los cruzados fueron siempre inferiores en número a sus adversarios musulmanes, aunque su caballería era superior. Por ello, el principal objetivo de la guerra era defensivo, lo que hizo necesario organizar una red de fortalezas para defender el territorio. Estos castillos debían albergar una gran cantidad de personas y resistir largos asedios, y sólo las órdenes militares poseían medios suficientes para construirlos y mantenerlos, hasta el punto de que en el siglo XIII estaban en sus manos la casi totalidad de las fortalezas de Tierra Santa. Baste recordar los enormes complejos templarios de Safet, Safita o Athlit, los castillos hospitalarios de Margat y el Krak de los Caballeros, y el teutónico de Monfort. Los templarios asumieron la defensa de sectores fortificados en poblaciones de la costa como Acre y Tortosa (Siria) o Sidón (Líbano).
En sus primeros tiempos, el cristianismo se oponía a las acciones
bélicas. No obstante, ya en las obras de san Agustín (S. V) y san
Ildefonso (S. VII) se empieza a presentar una justificación de la
guerra. El camino en esta evolución empezó con la elaboración del
concepto de la guerra justa, es decir, «guerra legal» o «guerra lícita»,
aquella que se emprendía para defender a la Iglesia; por ejemplo, para
oponerse a las invasiones de los bárbaros.
En una época en que el patrimonio de la Iglesia se encontraba amenazado por la anarquía feudal, la violencia era justificable si servía a la defensa de las posesiones del Papa (el Patrimonio de San Pedro) y en general de los bienes eclesiásticos. La Iglesia intentaba así encauzar la violencia de la aristocracia guerrera que amenazaba a los débiles e indefensos. Una primera manifestación de esta tendencia fueron los concilios de Paz y Tregua de Dios, que se hicieron frecuentes desde el S. XI y que prohibían la puesta en marcha de acciones armadas en determinados periodos del año.
El último eslabón en la adopción de una nueva mentalidad guerrera en
la Cristiandad lo constituyó el concepto de guerra santa. La guerra
resultó sacralizada por dos motivos: la bondad de la causa y la
demonización del enemigo. Estos dos motivos se aunaron en las cruzadas,
que tenían como fin la recuperación de los Santos Lugares, lo que a su
vez entrañaba la lucha contra los infieles, los enemigos de la fe. De
este modo, el combate contra los paganos adquirió carácter penitencial
porque perdonaba los pecados, al mismo tiempo que abría las puertas del
paraíso a los que morían en la batalla. La guerra santa de los
cristianos confluyó de este modo con el concepto islámico de yihad
(que se define, en sentido estricto, como la lucha para el verdadero
triunfo de la religión sobre la impiedad). La diferencia reside en que
en la doctrina de Mahoma, como en el Antiguo Testamento, la guerra
estaba prohibida desde sus orígenes, ya que política y religión iban
unidas. En cambio, en el cristianismo la sociedad civil era laica y
autónoma respecto al clero; por este motivo, la Iglesia tuvo que seguir
una sofisticada evolución doctrinal hasta llegar a sacralizar la guerra.
Con el triunfo del ideal de la guerra santa, los santos cristianos
–que antes eran mártires, religiosos y anacoretas– se convirtieron en
santos guerreros, participando en batallas o ayudando a los ejércitos.
Baste recordar la leyenda de la intervención milagrosa del apóstol
Santiago en la batalla de Clavijo (supuestamente librada en el S. IX
entre Ramiro I de Asturias y Abderramán II), o la del caballero con
armas blancas que los sarracenos dijeron haber visto en la conquista
cristiana de Mallorca en 1229, que se identifica con san Jorge. De esta
manera, los términos milites Dei y milites Christi,
«soldados de Dios» y «soldados de Cristo», que hasta entonces se
referían a los cristianos que libraban un combate espiritual con las
armas de la oración, pasaron a designar a los guerreros que combatían
con la espada a los infieles.
La aparición de la orden del Temple abrió a los cristianos una nueva
vía de santidad a través de la guerra contra el enemigo, tanto en el
plano espiritual como en el corporal. Hugo de Payens, el primer maestre
de la orden, afirmaba que la culpa y el pecado residían en la intención y
no en el acto en sí: de este modo, quien mataba a un enemigo pecaba si
lo hacía con odio; en cambio, era inocente si lo hacía con ánimo puro.
A instancias de Hugo de Payens, san Bernardo, abad del Císter, escribió entre 1126 y 1129 el Elogio de la nueva caballería.
Aunque este último quizá creía que el ideal del Temple era inferior al
monástico, apoyó la nueva comunidad en bien de la Iglesia, lo que
procuró a la Orden un precioso reconocimiento en el seno de la misma
gracias al prestigio de su valedor. Pero era todavía necesario el
reconocimiento oficial de las autoridades eclesiásticas, que llegó con
el concilio celebrado en Troyes (Francia) en 1129, en el que se dotó a
la orden de una Regla. Esta Regla, que no fue redactada directamente por
san Bernardo pero sí inspirada por él, compendiaba la nueva
religiosidad encarnada por los templarios: «Nos dirigimos en primer
lugar a todos los que desprecian secretamente su propia voluntad y
desean con un corazón puro servir al Rey Soberano en calidad de
caballeros, y con firme diligencia desean llevar, y llevar
permanentemente, la nobilísima armadura de la obediencia», se lee en su prólogo.
La Regla primitiva de la orden del Temple fue redactada en latín y
traducida a la lengua d’oïl (francés) diez años más tarde.
Sucesivamente, durante 150 años, se le fueron añadiendo artículos sobre
diferentes aspectos del funcionamiento –jerarquías, penitencias, vida
conventual, celebración de capítulos, ingreso en la Orden–, que se
agruparon bajo el nombre genérico de Estatutos (Retraits). La
Regla y los Estatutos debían ser conocidos por todos los miembros de la
Orden y, por este motivo, se leía un resumen en la ceremonia de admisión
de nuevos hermanos.
Conseguir la unión armónica de la vida religiosa y la vida guerrera
no era tarea fácil y, por este motivo, la Regla suprimía lo superfluo de
cada una de ellas. Así, mediante directrices «antiascéticas» se
intentaba eliminar de la conducta de los templarios aquellos elementos
de la vida religiosa que, llevados al extremo, podían afectar a su
actividad como guerreros. Por ejemplo, se prohibía a los hermanos que
comieran de un mismo plano a fin de evitar la tendencia a ayunos
exagerados que los debilitarían en la batalla. Con el mismo objetivo,
también se dispensaba de los rezos matinales o de asistir de pie al
oficio divino si el caballero estaba fatigado. Además, impidiendo de
esta forma las actitudes extremas de ascetismo, se conjuraban posibles
desvíos heréticos. Por otra parte, por medio de normas «antiheroicas»,
se reducía a su mínima expresión el afán de lucimiento que caracterizaba
a la caballería profana: se prohibía la exhibición de la fuerza física y
se desaconsejaba la participación en justas y torneos para realizar
proezas individuales. Los templarios tenían también prohibida una de las
principales ocupaciones de los guerreros: la caza. La única excepción
era la caza del león, a causa del peligro que este animal suponía en los
caminos de Oriente y porque simbolizaba el mal, es decir, los enemigos
de la Cristiandad.
En el contexto de las nuevas ideas sobre la sacralización de la
guerra, la institución de los templarios suponía un cambio en la
sociedad y en la espiritualidad de la Edad Media. Hasta entonces, los
fieles que deseaban consagrarse a Dios, los clerici, debían
abandonar el mundo, y el claustro o el sacerdocio constituían las vías
de la religiosidad suprema. Con la aparición de la orden del Temple se
abría una tercera vía para alcanzar la santidad: ser religiosos y al
mismo tiempo pertenecer a la clase de los guerreros, alcanzar la
Jerusalén celeste y la Jerusalén terrestre. Esta nueva vía entrañaba una
alteración en la división tradicional de la sociedad medieval en tres
estamentos absolutamente separados entre sí: oratores (religiosos), bellatores (guerreros) y laboratores (los que trabajan). Los templarios, en efecto, fueron a la vez oratores y laboratores. Por esta razón, su regla resultaba, en palabras de la historiadora Simonetta Cerrini, «antiascética para los frailes y antiheroica para los caballeros».
Los templarios vivían en conventos en los que ingresaban después de
una ceremonia de recepción, como en otras órdenes religiosas. Como en
ellas, hacían votos de pobreza, castidad y obediencia. Aunque su Regla
es de inspiración claramente benedictina, la liturgia procedía de la
antigua basílica del Santo Sepulcro y se adaptaba a la religiosidad de
los lugares en los que la Orden se implantaba, como muestran los libros
litúrgicos atribuidos a los templarios que se han conservado. Una
constante del Temple fue la asimilación de las peculiaridades
lingüísticas, artísticas y de todo tipo de los lugares en que se hallaba
implantada.
LOS TEMPLARIOS REPRESENTABAN EL IDEAL DEL MONJE-GUERRERO
En las actas del proceso de supresión de
la Orden, los templarios dieron cuenta de sus hábitos religiosos:
limosnas a los pobres, rezos y devoción a la Virgen. También se decía
que las capillas templarias tenían gran riqueza de ornamentos para el
culto divino, sólo igualada por las catedrales. Esta afirmación parece
un poco extraña a la luz de nuestros conocimientos, puesto que pocas
riquezas de este tipo se han conservado. Por los inventarios realizados
después de la supresión de la Orden sabemos, sin embargo, que los
templarios poseían valiosos objetos de culto como cruces, hermosos
libros, casullas bordadas o preciosos relicarios.
El Temple, como la orden del Hospital de
san Juan y la orden Teutónica, hizo una importante contribución al arte
de la guerra en la Edad Media. En este punto hay que distinguir entre
la guerra –que comprendía emboscadas, asedios y resistencias– y la
batalla, el encuentro frente a frente. Contrariamente a la impresión
general, las batallas eran escasas, aunque en Tierra Santa fueran algo
más frecuentes que en los países de Occidente. Las órdenes militares
tenían la misión, gracias a su conocimiento político-militar, de
conducir y orientar el ímpetu incontrolado del conjunto de los cruzados,
ante quienes representaban el papel de una élite militar profesional.
En Tierra Santa, los cruzados fueron siempre inferiores en número a sus adversarios musulmanes, aunque su caballería era superior. Por ello, el principal objetivo de la guerra era defensivo, lo que hizo necesario organizar una red de fortalezas para defender el territorio. Estos castillos debían albergar una gran cantidad de personas y resistir largos asedios, y sólo las órdenes militares poseían medios suficientes para construirlos y mantenerlos, hasta el punto de que en el siglo XIII estaban en sus manos la casi totalidad de las fortalezas de Tierra Santa. Baste recordar los enormes complejos templarios de Safet, Safita o Athlit, los castillos hospitalarios de Margat y el Krak de los Caballeros, y el teutónico de Monfort. Los templarios asumieron la defensa de sectores fortificados en poblaciones de la costa como Acre y Tortosa (Siria) o Sidón (Líbano).
La función de la organización de la
orden del Temple en Occidente fue siempre subsidiaria de Tierra Santa y
encaminada a obtener beneficios que eran enviados a Oriente en especias o
en dinero. Sin embargo, la Península Ibérica constituye una excepción
ya que aquí los templarios participaron de manera activa en la conquista
cristiana. Para defender los territorios conquistados, los templarios
hispanos construyeron fortalezas que, a medida que la conquista
avanzaba, abandonaban su función bélica y se convertían en centros de
explotación agropecuaria a la manera de las encomiendas europeas. Los
edificios militares peninsulares incorporaron innovaciones poliorcéticas
procedentes de Tierra Santa que se conjuraron con la tradición
constructiva de las fortalezas anteriores de origen islámico y
autóctono.
Al mismo tiempo, los castillos
templarios, como los de las demás órdenes militares, presentan una
particularidad que los distingue de los feudales: incorporaban junto a
la capilla una galería que hacía las veces de claustro, mostrando de
manera evidente la doble vocación de frailes y soldados. Importantes
castillos peninsulares como Tomar y Almourol (Portugal) o Miravet
(Cataluña) nada tienen que envidiar en cuanto a sistemas defensivos a
los de Tierra Santa. Eran, eso sí, de dimensiones más reducidas, pues
mientras en la Península Ibérica la conquista avanzaba, en Oriente
resistía o retrocedía.
Los Estatutos abundan en prescripciones
relativas a la actividad guerrera de la Orden, hasta el punto de que la
Regla puede ser interpretada como un manual militar. En sus diversos
artículos se señalan las funciones de cada estamento, las jerarquías o
la organización del campamento: «Cuando el abanderado acampe, los
hermanos deberían levantar sus tiendas alrededor de la capilla y fuera
de las cuerdas, y cada uno debería estar con su tropa». Es posible
que existiera un adiestramiento, aunque la Regla no es explícita en este
punto; pero las prescripciones sobre el comportamiento en campaña,
sobre cómo formar la línea de marcha o cómo ir en escuadrón, están
perfectamente reguladas.
Como en un ejército, la jerarquía del
Temple estaba claramente delimitada según los grados y las atribuciones
correspondientes. Sus miembros sabían cuál era su lugar y conocían
perfectamente sus deberes. Del mismo modo, se establecían las penas que
se debían aplicar a los hermanos que incumplían las normas: el
estandarte no podía ser utilizado para golpear; no se debía abandonar
las filas sin permiso, actuar temerariamente o emprender acciones
individuales. Los castigos tenían diferentes grados; los más graves
acarreaban la pérdida del hábito y, en casos más extremos, la pérdida de
la Maison, «la Casa», es decir, la expulsión de la Orden.
A principios del S. XIV, el Temple había cambiado. Como los cristianos, los cistercienses o cualquier organización, la Orden había sufrido una evolución, apartándose de los ideales de los primeros tiempos. Tampoco tenía ya sentido entonces la caballería, y menos la religiosa. La diferencia entre la orden del Temple y otras órdenes militares estribó en que éstas evolucionaron o pudieron ser reformadas, mientras que aquélla no tuvo esta oportunidad.
Después de los últimos intentos de recuperar Tierra Santa, Jacques de Molay, último maestre de la Orden, regresó de la sede de Chipre a Europa. El Papa lo había llamado para discutir sobre una nueva cruzada y sobre la unión de las órdenes del Temple y del Hospital, fusión que Molay rechazó tajantemente. Mientras, los caballeros hospitalarios se habían instalado en la isla griega de Rodas, y podían presentarse como un elemento de contención de los ataques turcos y como continuadores de la obra de cruzada. La orden Teutónica había formado también un Estado teocrático en Prusia.
Los reyes europeos, en un periodo de desarrollo de las monarquías centralizadas, consideraban las órdenes militares, que dependían del Papado, como un obstáculo en su afán por controlar las iglesias de sus respectivos países. El Temple se convirtió así en el objetivo codiciado del rey de Francia, Felipe IV el Hermoso.
En la lucha por la supremacía entre el Papado y el rey de Francia, éste resultó vencedor. El papa Clemente V, que debía ser el garante de la independencia de la Orden, tuvo que elegir entre los templarios y el honor del Papado. La elección no ofrecía dudas: a su pesar, en 1312, en el concilio de Viena, el papa sacrificó la Orden y la suprimió, sin embargo, nunca condenó a los templarios por herejía. Jacques de Molay, el último maestre, murió en la hoguera en 1314 por orden de Felipe el Hermoso, acabando así la historia del Temple.
A principios del S. XIV, el Temple había cambiado. Como los cristianos, los cistercienses o cualquier organización, la Orden había sufrido una evolución, apartándose de los ideales de los primeros tiempos. Tampoco tenía ya sentido entonces la caballería, y menos la religiosa. La diferencia entre la orden del Temple y otras órdenes militares estribó en que éstas evolucionaron o pudieron ser reformadas, mientras que aquélla no tuvo esta oportunidad.
Después de los últimos intentos de recuperar Tierra Santa, Jacques de Molay, último maestre de la Orden, regresó de la sede de Chipre a Europa. El Papa lo había llamado para discutir sobre una nueva cruzada y sobre la unión de las órdenes del Temple y del Hospital, fusión que Molay rechazó tajantemente. Mientras, los caballeros hospitalarios se habían instalado en la isla griega de Rodas, y podían presentarse como un elemento de contención de los ataques turcos y como continuadores de la obra de cruzada. La orden Teutónica había formado también un Estado teocrático en Prusia.
Los reyes europeos, en un periodo de desarrollo de las monarquías centralizadas, consideraban las órdenes militares, que dependían del Papado, como un obstáculo en su afán por controlar las iglesias de sus respectivos países. El Temple se convirtió así en el objetivo codiciado del rey de Francia, Felipe IV el Hermoso.
En la lucha por la supremacía entre el Papado y el rey de Francia, éste resultó vencedor. El papa Clemente V, que debía ser el garante de la independencia de la Orden, tuvo que elegir entre los templarios y el honor del Papado. La elección no ofrecía dudas: a su pesar, en 1312, en el concilio de Viena, el papa sacrificó la Orden y la suprimió, sin embargo, nunca condenó a los templarios por herejía. Jacques de Molay, el último maestre, murió en la hoguera en 1314 por orden de Felipe el Hermoso, acabando así la historia del Temple.
EJECUCION DE CABALLEROS TEMPLARIOS EN UNA PLAZA DE PARIS
Fuente: Historiareimilitaris.com
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