José María Jarabo: "El Asesino Seductor"
“No sé si soy un psicópata o no. Ni me importa. Lo único que sé es que soy el autor de cuatro muertes: dos quizás un poco más justificadas, aunque, en realidad, ninguna puede serlo”.
José María Jarabo durante su juicio
José María Manuel Pablo de la Cruz Jarabo y Pérez Moris (la familia cambiaría con posterioridad el apellido por “Morris”) nació el 28 de abril de 1923 en el piso segundo derecha de la calle Sagasta de Madrid, hijo legítimo de José María Jarabo Guinea, de treinta años, y de María Teresa Pérez Morris, de veintidós. Fue un parto difícil del que el niño se recuperó sin traumas. A los cuatro años sorprendía a la familia por su inteligencia y sensibilidad. Uno de los episodios más recordados de su infancia era que podía reconocer los discos gramofónicos por simple tacto. Años más tarde, casi al mismo tiempo que le diagnosticaban el padecimiento de una “incipiente esquizofrenia del tipo paranoide”, le atribuían una inteligencia de 1.7 superior a la normal. Desde muy pequeño sufrió la tiranía de una sexualidad prácticamente insaciable: “Yo tenía un deseo bastante grande y necesitaba salir, pero mi padre no comprendía o no quería comprender esto”, contaría a los psiquiatras que lo trataron. Quizás el episodio más dramático de su adolescencia fue lo que pasó en el domicilio familiar de la calle Arturo Soria durante la contienda. José María tenía trece años cuando estalló el conflicto y el hotelito de la calle Arturo Soria en el que vivía fue tomado por una célula anarquista que estableció allí una “checa”, Aquello fue para él como la visita a un museo de los horrores: los milicianos mataban gente a tiros en el jardín. El joven Jarabo presenció cómo les daban el tiro de gracia en la nuca a varios hombres. También en otros lugares de la ciudad pudo ver cosas terribles, como una cabeza cortada exhibida en la punta de una pica. La familia se salvó de acabar asesinada por sus ideas derechistas, gracias al hijo de la criada que tenía buena amistad con un miliciano de la CNT, Ramón Rojas Santa Ana, pero no pudo evitar la pérdida de gran parte de sus bienes y propiedades.
Jarabo cuando era niño
En 1940, para olvidarse de la guerra y cuidar sus negocios allí, la familia Jarabo Pérez Morris se embarcó para Puerto Rico. Si Jarabo adoraba a su madre porque siempre le satisfacía todos los caprichos, de su padre no tenía la misma opinión: “Era irascible y sádico; mi padre maltrataba a mi madre, se recreaba haciendo sufrir a la servidumbre y azotaba a los perros hasta quitarles la vida”. En busca de un modelo viril, se fija en el hermano de su madre: “Mi tío padecía un alcoholismo parecido al mío: borracheras de tres y cuatro semanas sin parar, hasta que se ponía enfermo y lo tenían que llevar en ambulancia. Cada mes tenía que comprarse un coche nuevo porque los destrozaba en sus borracheras. Este pollo, que es el que me inició a mí, era mi modelo. Yo veía en él a un tipo admirable. Se llevaba las mujeres de calle. Era elegante, guapo, escritor. Lo que yo no encontraba en mi padre, lo encontraba en él”, contaría Jarabo a los psiquiatras. Jarabo no logró durante su infancia ni tampoco durante su adolescencia centrarse en nada que supusiera un mínimo esfuerzo. “No podía estudiar por la tensión constante. Yo lo atribuyo a la falta de una directriz en la casa, a los gritos constantes; mi madre me dejaba hacer lo que me daba la gana y mi padre me castigaba cuando no debía hacerlo”. La vida de Jarabo fue por el mismo camino que la de su tío y, aunque éste lograría corregirse abrazando una idea mística que le llevó a dejar el alcohol y fundar una iglesia protestante, el caso de su sobrino fue de mal en peor hasta llegar al delito. Jarabo estuvo marcado por una madre excesivamente protectora que accedió siempre a todos sus caprichos. A los trece o catorce años llevaba en el bolsillo catorce o quince mil pesetas de la época, con las que invitaba a sus compañeros del Colegio del Pilar. A los diecisiete años, a bordo del vapor “Magallanes” que le llevaba a Puerto Rico, sufrió la primera gran intoxicación etílica de su vida, que le produjo un ataque hepático.
El Colegio del Pilar, donde Jarabo estudió
El comportamiento de José María Jarabo era desordenado, pero había en él dos constantes que marcaban su rumbo: el alcohol y las mujeres. Era capaz de hacer cualquier cosa por conseguir a una mujer. Su matrimonio fue muy peculiar. Tras varios días de juerga irrefrenable llegó de repente, casi sin saber cómo, a la casa de Luz Álvarez Mas, la que sería su legítima esposa en Puerto Rico. Así lo contaba el propio Jarabo: “Aparecí un día borracho en casa de aquella chica. Allí estaba también de fiesta mi tío. Salí con ella, fui al juez de paz y me casé”. Aquel casamiento precipitado caminaría desde el principio hacia el desastre. Luz Álvarez lo recordaría sobrecogida: “Sus hábitos eran rarísimos. Se ponía un traje y salía a la calle. Poco después volvía y se cambiaba otra vez, y se iba de nuevo. Me extrañaba también sobremanera lo mucho que se miraba en el espejo. No era una cosa normal, sino que era una manía de estarse mirando al espejo. En más de una ocasión, me asombré al notar que al llegar en el automóvil, y descender del mismo para entrar en la casa, ya mi marido se había desvestido, y estaba con sombrero, en camiseta y calzoncillos, y con calcetines y zapatos puestos. Esto lo hacía estando completamente sobrio. No era la conducta de un borracho, era la conducta de un loco”. En la vida cotidiana, Jarabo no dejaba de sorprender a su joven esposa con episodios incomprensibles: “En más de una ocasión, al llegar la noche, se quedaba en la casa y se quitaba la ropa, quedándose con el sombrero puesto, y calcetines y zapatos, y camiseta y calzoncillos, y se montaba en el palo de una escoba y se ponía a correr por el balcón, a caballito, a la vuelta redonda de la casa. Cuando él se daba cuenta de que yo lo estaba observando, entonces se paraba sobre el balcón y amenazaba con que se iba a lanzar de la baranda”.
Jarabo con su familia
Su conducta durante la vida conyugal estuvo llena de incidentes y así lo declararía su esposa en un informe escrito al Tribunal que años después habría de juzgar a Jarabo: “Mi marido siempre andaba con su revólver y dormía con él debajo de la almohada, y en las ocasiones de la mayor intimidad, me amenazaba con el revólver”. Las horas de convivencia serían un abanico de sorpresas. El trato de Jarabo, normalmente caballeroso y seductor con las mujeres, se convertía de repente en un arrebato violento: “Muchas veces me pedía un vaso de agua y al yo dárselo, él lo tomaba en la mano, me derramaba el agua en la cara y rompía el vaso y el platito contra el suelo. En nuestra vida matrimonial hubieron otros incidentes que mi pudor y recato no me permiten exponer plenamente, pero que me llevaron a la conclusión de que yo estaba casada con un loco. Habiéndole cogido terror, resolví en el año 1948 interponer, como interpuse, la demanda de divorcio. Es un impenitente juerguista, toxicómano, pendenciero, mujeriego, sin ninguna afición al trabajo, sin ningún respeto ni consideración a los demás. Resaltan ahí sus repetidas broncas, su egoísmo y su frialdad impresionantes”. Dos años y siete meses después de la boda, José María fue condenado por un Gran Jurado a nueve años de prisión por el delito federal de “transportar mujeres con propósitos inmorales”, asunto que había empezado un mes antes de la ceremonia y que había continuado durante el matrimonio. La definición judicial de los cargos significaba en realidad que Jarabo había establecido un laboratorio fotográfico al que llevaba mujeres a quienes entre alcohol y otras drogas, retrataba obscenamente. Cuando algunas de esas mujeres se resistía a sus deseos, las golpeaba y maltrataba. Al menos dos de ellas lo denunciaron. La existencia cotidiana de Jarabo siempre se desenvolvió entre juergas, riñas, tóxicos de todas clases y conquistas amorosas, “a menudo coetáneas, sin ninguna consideración a la condición de las mujeres”, según los estudios de los psiquiatras.
Jarabo con dos mujeres
La demostración de que estaba dispuesto a todo por conseguir a la mujer que en cada momento deseaba, fue la estratagema que utilizó en el año 1952, cuando una de sus conquistas se negó a acostarse con él sin antes haber contraído matrimonio. Jarabo montó una falsa boda en la localidad francesa de Dax donde contrató los servicios de un refugiado español que tenía estudios de sacerdote. Aprovechando la finca de unos conocidos suyos, improvisó una sala de ceremonias, donde ofició el refugiado, disfrazado de cura. La pareja se dio el "sí" ante el altar, se celebró el feliz acontecimiento con vivas a los novios, licores y besos, y Jarabo consumó sus propósitos en la noche de bodas. El “sacerdote” recibió del “novio” trescientos mil francos; a Jarabo no le asustaba el precio que debía pagar por una mujer. Su osadía no tenía límites. Vivía gastándose el dinero y de mujer en mujer: “En una semana le daba yo aire a trescientos o cuatrocientos dólares; pedía más a mi madre y me llegaba rápidamente. No son quince millones de pesetas los que he gastado en estos ocho años, pero muy cerca sí”. A Jarabo le daba igual lo que tuviera que hacer para saciar sus impulsos. Tuvo residencia en los Estados Unidos: “Se casó con una señora que previamente se había divorciado con ese fin de su marido; pero pronto dejó a la señora plantada y se fue con un matrimonio, compartiendo su vida”, afirmaría uno de los informes de los psiquiatras que lo entrevistaron. Aquella experiencia terminó al cabo de tres meses, cuando las cosas se pusieron feas. Jarabo contó: “El marido estaba muy alterado y había movimientos del FBI. Me fui a Cuba. Estuve tres meses en La Habana y a finales de 1950, vine a España”. Sus líos de faldas fueron incontables. Sólo tres días después de haber bajado del avión, conoció a una mujer con la que alternó, Gregoria Rioja. Como ella no accedió a sus exigencias sexuales, la golpeó hasta dejarla sin sentido. La mujer lo denunció ante el juzgado. Tiempo después convivió con una súbdita suiza, Constance Dupont, que también presentó una denuncia por malos tratos y lesiones. Según Constance, durante el período que fue su pareja, Jarabo la amenazó varias veces con una pistola. La ficha de Jarabo llegó a constar en los archivos del F.B.I.
Foto del expediente de Jarabo en el F.B.I.
José María le escribió a su admirado tío de Puerto Rico que en Madrid “las juergas eran horrorosas”. En julio de 1955, dentro de “las aberraciones en las que se enfanga”, recoge en el magnífico coche que conduce a una prostituta con la que pasa la noche. A la mañana siguiente la lleva a pasear por la carretera de La Coruña. De vuelta a Madrid le solicita favores extraños, surgidos de “las fantasías sexuales que padece con una frecuencia inusitada”. La mujer no concede a Jarabo lo que éste le solicita y él la golpea, le quita el dinero y la arroja del coche en marcha, abandonándola en la carretera. Las mujeres sentían una irresistible atracción por Jarabo a pesar de lo que éste les hacía. Pero él sabía mostrarse con frecuencia tierno, atento y complaciente. Algunas lo amaban con una entrega total. O así se lo escribían: “Te amaré por todo lo que resta de nuestras vidas, te juro amor eterno. Nadie podrá ocupar tu íntimo asilo”, le escribiría Beryl Martin Jones. “Te quiero todo lo más que se puede”, diría una tal Marisol. “Sabes que soy la única persona que tienes a tu lado leal y desinteresada. Sabes que te quiero”, afirmaría una mujer llamada Teresa. Jarabo sabía levantar en sus enamoradas, pasiones tan volcánicas como las que era capaz de sentir por ellas. Según uno de los agentes que investigó su caso, “eran muchachas que frecuentaban un cierto ambiente social. Jarabo era un hombre galante, agradable, elegante. Tenía amistades a montones. Era marcadamente varonil, de buena presencia. Vestía muy bien. Tenía atractivo físico y trato cordial. Lógicamente esas novias cedían a su conversación amena porque hasta entonces él tenía una peligrosidad oculta, latente”.
En los años cuarenta del siglo XX, Jarabo formaba parte de la minoría privilegiada de jóvenes españoles que podían disfrutar de la sensación de libertad de poseer un automóvil. La fortuna familiar y el hecho de residir en Puerto Rico le facilitaban el prurito de ser un adelantado. En 1941 sufrió un accidente grave al volante: estrelló un Oldsmobile contra un árbol. Perdió el conocimiento durante una hora. Los médicos le administraron morfina para combatir los dolores subsecuentes, lo que lo empujó a la drogadicción. Jarabo sufrió múltiples traumatismos y golpes en la cabeza que, en al menos dos ocasiones, lo hicieron perder el sentido: una a causa de un accidente de automóvil y otra a consecuencia de un puñetazo en una pelea de boxeo en la prisión de Springfield. A ello hay que sumarle un botellazo que le abrió la cabeza en octubre de 1941 y un ataque de tipo epileptiforme, seguido de otro indeterminado, por lo que a través de una punción lumbar descubrieron que su cuerpo seguía afectado por la sífilis que había contraído en 1941, lo que pudo dañar su cerebro. Ya en el Manicomio Insular de Puerto Rico, donde estuvo internado, determinaron que sufría “ilusiones de persecución”, un trastorno paranoide. En 1944, conduciendo un Packard, colisionó contra un Chevrolet al que dobló por la mitad. La velocidad era otra de sus aficiones. En Madrid, en los años cincuenta, siguió usando vehículos lujosos y consumiendo sustancias que no se pondrían de moda hasta muchos años más tarde: opio, cocaína, morfina y bencedrina. En su equipaje siempre había jeringuillas hipodérmicas. Habrían de pasar al menos diez años para que empezara a hablarse entre los jóvenes de la cultura de la droga.
El auto de Jarabo
Sobre la ideología política de Jarabo, él mismo escribió, desde la prisión de Springfield (Estados Unidos), a interlocutores de los dos bandos de la Guerra Civil Española, con dos cartas de signo contrapuesto que se anulaban la una a la otra. La primera estuvo fechada el 28 de noviembre de 1947 y en ella, entre otras cosas, le dice al cónsul general de México en Nueva York: “Soy un ciudadano español antifranquista. Durante mi estancia en Puerto Rico, traté de propagar la verdad sobre la situación española, sobre Franco y su régimen, bajo el cual viví diecinueve tristes meses en Madrid, incurriendo de esta forma en la ira y el odio de los fascistas y fascistoides españoles y puertorriqueños, pertenecientes a la clase rica e influyente de Puerto Rico”. La segunda carta llevaba fecha del 10 de febrero de 1948 y está dirigida al que fuera embajador de España en Washington, Gerardo Baraibar. Uno de sus párrafos afirma: “Pasé toda la guerra en Madrid y por lo tanto tuve ocasión de observar de cerca toda la barbarie roja. Ya en un párrafo anterior le he dado cierta pista acerca de mi filiación, me supongo sabrá interpretarla, pues de otro modo, bajo las actuales circunstancias, me es imposible darle una explicación más concreta”. Jarabo no tenía ninguna devoción por ideas políticas y simplemente trataba de aprovecharlas en su propio beneficio. El informe de antecedentes de la policía española recoge los datos contradictorios sobre la militancia política de Jarabo. Entre sus pertenencias se encontró un certificado de Falange Española Tradicionalista, fechado el 26 de mayo de 1939, en el que se señala que “el camarada José María Jarabo” pertenece a la organización como cadete. Junto a este documento apareció otro del 1 de junio de 1939 que lo acredita como afiliado al Sindicato Español Universitario (SEU). Frente a esto, el informe policial destaca que "el informado se jactó en el extranjero de pertenecer a la Federación Ibérica de Juventudes Libertarias, integradas en la Confederación Nacional del Trabajo, de corte anarquista".
Jarabo con una de sus amantes
Dos años antes de su caída, Jarabo llegó a la marisquería Castellana Zambra. En aquel lugar se encontró con alguien muy especial: una inglesa rubia, romántica y apasionada que de ningún modo sería una más en la larga lista de sus conquistas amorosas. Se llamaba Beryl Martin Jones y era una mujer sensible, educada, con gustos refinados. Con un temperamento literario, pasaba horas recreándose en la lectura. Otra de sus aficiones eran los caballos. Su posición era desahogada sin llegar a la riqueza. Estaba casada, tenía dos hijos. Pero fue capaz de dejarlo todo para enzarzarse en una súbita relación amorosa que acabaría por destruirlos a los dos. Como era habitual en él, Jarabo no se presentó ante Beryl con su auténtico nombre, sino que le dijo que se llamaba José Jaime Mendoza y le contó tantas mentiras, como que su padre era el dueño del Banco Exterior, que ella nunca podría saber cuál era la parte de verdad. No obstante, si Jarabo fue capaz de amar alguna vez a alguien, amó a Beryl. Por las cartas añadidas al sumario judicial, se sabría que Beryl acabó descubriendo el trasfondo que ocultaba su amante: “Yo todavía creía en ti, Jaime, creía a despecho de todo lo que los demás decían de ti (un mentiroso, uno que no vale para nada, un embustero, un estafador). Yo creía al extremo de desafiar a todos”, le escribió desde Lyon, a donde la había llevado su marido para reconstruir su existencia con ella. Pero Beryl nunca pudo olvidar el amor de su adorado “Jaime”: “Que el diablo los confunda (a los abogados y a la policía y a nuestra mala suerte). La verdad es más fuerte que la ficción, Jaime. Y nadie nos creería si dijésemos la verdad sobre nosotros”, le escribiría. En cada una de las seis cartas de Beryl añadidas al sumario hay un rastro de amor duradero y un recuerdo para que Jarabo recuperara un solitario de brillantes: la sortija que le regaló su marido y que ella empeñó para seguir su pasión. Jarabo llegó a querer tanto a la rubia y misteriosa Beryl, que sería condenado a muerte en su empeño por devolverle la funesta sortija.
La supuesta carta de Beryl
A finales de los años cincuenta, la capital de España, como todo el país, se despegaba del trauma de la guerra civil y caminaba hacia el desarrollo. La víspera de los tres primeros crímenes de Jarabo, 18 de julio, “XXII aniversario del Glorioso Alzamiento Nacional” como refleja la prensa de la época, el general Francisco Franco había inaugurado “la inmensa piscina del Parque Sindical, la mayor de España”.
Madrid en 1958
El alcalde de Madrid, el conde de Mayalde, inauguró asimismo la plaza Conde Valle de Suchill. En Las Ventas había sido el día de la presentación madrileña de un torero legendario: Curro Romero. Los españoles se regocijaban con el éxito de Federico Martín Bahamontes en el tour de Francia, donde había ganado el Premio de la Montaña. En la vecindad de la trasera del Parque del Retiro, calles de Lope de Rueda y Sáinz de Baranda, una zona de clase media y media alta, donde residían y tenían sus trabajos muchas personas, se estaba desencadenando la tragedia que ocuparía los titulares de los periódicos y la atención de todos durante mucho tiempo.
El sábado 19 de julio de 1958 ocurrió la tragedia. A las 19:30 horas, desde un lugar no determinado, Jarabo llamó a la tienda de compraventa “Jusfer”, de la que eran copropietarios Emilio Fernández Díez y Félix López Robledo. Habló con Félix de un asunto que le preocupaba: la recuperación de una sortija de brillantes propiedad de su amante, la súbdita inglesa Beryl Martin Jones, así como de hacer una nueva venta o empeño que podría suponerle unas cincuenta mil pesetas. Ante la policía, días después, habría de afirmar que también exigió a los prestamistas la devolución de una carta de amor de Beryl, muy comprometedora, que los prestamistas le habían arrebatado y con la que éstos lo chantajeaban. Jarabo insistió siempre en que cometió sus crímenes en busca de la citada misiva de amor y que ésta le interesaba aún más que la sortija, dado que Beryl era una mujer casada; pero ni por la investigación de la policía, ni en la instrucción del sumario, ni durante el largo proceso judicial, aparecería carta alguna con las características señaladas; aparecería una misiva hasta mucho tiempo después.
El comercio “Jusfer”
Jarabo acordó con Félix que acudiría a la tienda, situada en la calle Alcalde Sáinz de Baranda nº 19, antes de que éste se marchara, cosa que solía hacer los sábados hacia las ocho y media. No obstante, Jarabo nunca tuvo la intención de acudir a aquella cita. Por el contrario y aunque él diría que no fue porque se encontró con una hermosa mujer en el Metro (“sabía que me estaban esperando, pero es que aquella mujer también estaba de aquí te espero”, diría con macabro humor), lo más probable es que ya tuviera fijado un plan distinto: ir directamente al domicilio de Emilio Fernández Díez.
Emilio Fernández Díez
Entre las 21:00 y las 22:00 horas, una sirvienta, Paulina Ramos Serrano, de 26 años, afable y confiada, estaba por encontrar su destino a manos de José María Jarabo, quien en esos días también se hacía llamar “Jaime Martín Valsameda” y “José Jaime Mendoza Morris”, entre otros muchos nombres que utilizaba ocasionalmente. Jarabo subió al piso cuarto exterior izquierda del número 57 de la calle Lope de Rueda, procurando que no lo vieran en el interior del portal. Abrió las puertas del ascensor con los codos para no dejar huellas digitales. Pulsó el botón de subida con las falanges segunda y tercera del dedo índice. Ya en el piso, abrió el elevador usando el antebrazo y cerrándolo otra vez con los codos. Apretó el timbre de la vivienda con la uña del pulgar de la mano derecha. En el lado izquierdo de su cintura, llevaba una pistola del 7.65 marca F.N., sin funda, lista para disparar.
Paulina Ramos
Le franqueó la entrada la criada Paulina Ramos, que se encontró ante un hombre correctamente vestido, ancho de hombros, de 1.80 de estatura y aspecto muy viril que le preguntó con mucha educación por el dueño de la casa. Fiel a su carácter confiado, lo dejó entrar. Para abrir la puerta había interrumpido su tarea de pelar verduras, supuso que por la hora que era “don Emilio” no tardaría en llegar y encaminó al visitante hacia el salón, dirigiéndose de nuevo hacia la cocina. En ese instante Jarabo, que había vuelto sobre sus pasos, se abalanzó sobre ella sujetándola por detrás y le clavó en el pecho el cuchillo con el que estaba pelando las verduras. La ancha hoja le partió el corazón en dos. Acto seguido, el asesino arrastró el cuerpo hasta el cuarto de la víctima, al fondo de la cocina, y lo depositó sobre la cama. Pese a la herida, que era mortal, la mujer debió gritar o quejarse, por lo que Jarabo la remató golpeándole el cráneo con la plancha.
Paulina Ramos con su novio, un día antes del crimen
Jarabo no tenía nada contra aquella chica de pueblo que acababa de matar: pero en su mente se había fijado la idea no sólo de recuperar los objetos que deseaba, sino de vengarse de las supuestas ofensas que Emilio y Félix le habían hecho: y para ello estaba dispuesto a librar todos los obstáculos. Puede decirse que la sirvienta fue un daño colateral. Todo había transcurrido en pocos minutos y los vecinos no habían podido enterarse de nada porque el agresor, consciente de la proximidad del escenario del crimen a la escalera, había utilizado un método silencioso y eficaz. Para sus nuevos asesinatos en las habitaciones interiores no le importaría usar la pistola.
Emilio Fernández Díez y su esposa, Amparo Alonso
Poco después, y apenas repuesto del trabajo de matar, Jarabo se preparó para ejecutar a su nueva víctima en cuanto escuchó cómo una llave se movía en la cerradura de la puerta del piso. Era Emilio, que entró, ajeno a la tragedia y apresurado, hacia el cuarto de baño. Allí, de espaldas a la puerta, fue sorprendido por el intruso, que lo inmovilizó bajándole el saco, con una técnica muy utilizada por los gangsters estadounidenses, y apoyándole la pistola en la nuca. Sin mediar palabras ni pelea, Jarabo, tocando con la punta del cañón la piel, apretó el gatillo. Tras el estampido seco del disparo a bocajarro, Emilio se derrumbó manchándolo todo de sangre. Su cadáver quedó en posición decúbito prono, con la cabeza entre la taza del inodoro y el bidet. Jarabo terminó de quitarle la chaqueta, que quedaría con las mangas volteadas, empapada en sangre, abandonada en un rincón. Registró minuciosamente a Emilio y le sustrajo los efectos personales, el dinero que llevaba y las llaves. El asesino se dirigió al salón donde tomó un largo trago de anís. Pero ahora el alcohol no era un consuelo: no había encontrado nada de lo que buscaba. Ni la sortija de diamantes, ni la supuesta carta de Beryl, ni los diez mil duros concertados para las 20:00 horas que a lo mejor Emilio podía haber llevado a su casa.
El cadáver de Emilio Fernández Díez
Le quedaba, no obstante, revisar la vivienda; pero tendría que dejarlo para más tarde porque había vuelto a oír el típico sonido de una llave en la cerradura. La mujer que entraba movió algo en la cocina, situada junto a la puerta, y sacó la basura para que la retirara el portero. Cuando recorrió el pasillo hasta el salón, que estaba iluminado, se sobresaltó al ver a aquel hombre que la miraba plácidamente desde el sofá. “¿Quién es usted?”, acertó a decir. "Soy inspector de Hacienda. Su marido está detenido por un tráfico de oro y divisas que hemos descubierto”. Aunque estaba al tanto de las actividades no siempre claras de su marido, aquello le extrañó. Notó que crecía su desconfianza a pesar del aplomo con que el desconocido le estaba hablando. “¿Dónde está la criada?”, preguntó. “Se la han llevado detenida dos compañeros míos”. Pero ya Amparo Alonso, la dueña de la casa, había notado algo extraño y amenazador en el gesto del hombre. Tal vez fueron las manchas oscuras en su ropa. Se dejó llevar por el pánico. Salió corriendo hacia su alcoba, en busca de refugio. Quizá si se hubiera dirigido hacia la puerta habría conseguido abrirla. Pero el error le acabó costando la vida. Jarabo siguió rápido tras sus pasos, hasta que ella cayó sobre la cama, asustada y llorosa. Jarabo ya empuñaba la pistola, que dirigió desde unos veinticinco centímetros hacia el occipital de la mujer, y disparó. Amparo murió en el acto, recostada sobre su brazo derecho, con las rodillas flexionadas. En su loca escapada había perdido los aretes. En el juicio se sabría además que estaba embarazada.
Amparo Alonso
Cerca de las 00:00 horas, a solas en el piso con los tres cadáveres, Jarabo se dirigió de nuevo al mueble que ocupaban como bar y casi terminó de golpe con la botella de anís. Luego reparó en que tenía salpicaduras de sangre. Lo peor era la camisa, así que fue al cuarto de baño a asearse. Allí estaba lo que quedó de Emilio. Impresionado por su propia obra, intentó apartarlo de su vista y, antes de cerrar la puerta del cuarto de baño, arrojó sobre el cadáver una toalla grande de baño y la funda de un camisón que tenía estampada la figura de una muñeca. Pero seguía habiendo sangre por todas partes. Jarabo pasó la noche en la casa. Aunque tenía las llaves de Emilio no quiso arriesgarse a que lo vieran probándolas, una a una, en el portal. Tuvo tiempo de sobra para mirar por todo el piso y se apropió de algunos objetos como la pulsera de oro de Amparo. Limpió todas las huellas dactilares que había dejado. Cambió su camisa manchada, que arrojó en el dormitorio, por una de Emilio. Cubrió a la señora con un edredón; y en el cuarto de la criada movió el cuerpo de ésta, rompió la bata que vestía y dejó el cadáver en una postura obscena. En su mente había trazado la idea de disponer las cosas como si los muertos fueron el resultado de una reunión desenfrenada que duró demasiado. Por eso en el salón dispuso varias copas, una de ellas marcada con carmín que primero se aplicó en la boca con una barra de Amparo para dejar la señal de los labios. Más tarde se acomodó para esperar a las 09:00 horas, momento en el que se abría el portal.
El cadáver de Amparo Alonso
La mayor parte del día siguiente, domingo 20 de julio, Jarabo la pasó en un estado de semiinconsciencia. Primero, durmiendo en el Cine Carretas; después, hartándose de beber por toda la ciudad, con un paréntesis para llamar a casa de Félix López Robledo con el fin de asegurarse de que no se había descubierto su hazaña. A las 22:00 horas se fue a dormir, totalmente ebrio, a la pensión de la calle Escosura 21, piso cuarto, letra C. Al día siguiente, lunes 21 de julio, se levantó muy temprano. A las 08:10 horas lo vio el lechero Santiago Gil mientras manipulaba en la cerradura de la puerta trasera de la tienda de compraventa “Jusfer”, seguramente con las llaves de Emilio.
Croquis de la tienda “Jusfer”
A las 09:45 debió llegar al comercio Félix López Robledo. Dentro lo esperaba la muerte. Tras entrar y mientras todavía estaba de espaldas para cerrar, Jarabo lo sujetó y le descerrajó dos tiros, uno al lado del otro, con un método igual al de sus otras víctimas, dejando agujeros semejantes a los que había hecho en los otros cráneos. Los forenses informarían al Tribunal que los cuatro tiros “parecían de la misma marca”. El asesino se había vuelto a empapar de sangre y cambió su traje por uno limpio, saqueó un poco la tienda y no encontró ni el anillo de brillantes, ni la carta de Beryl. Antes de marcharse hizo una llamada a la casa del hombre que yacía muerto para intentar atraer al local a la compañera de éste, Ángeles Mayoral, con el propósito de redondear su crimen eliminando a la única persona que podría relacionarlo con las muertes. Pero, para su desgracia, aquel era el día de suerte de Ángeles Mayoral. Ella no actuó como esperaba el criminal. Alertada por Jarabo de que “ya era muy tarde y Félix no había aparecido”, no fue directamente al comercio “Jusfer” a buscarlo, con lo que salvó la vida. Las constantes llamadas telefónicas de Jarabo después de las muertes para saber si éstas se habían descubierto, lo llevarían a cometer el error de llamar a “Jusfer” cuando estaban allí Ángeles y los policías. El creía probablemente que se estaba fabricando una coartada, pero en realidad aquella última llamada sería la pista definitiva para resolver el caso.
Félix López Robledo
La policía descubrió el primer cadáver cerca de las 14:00 horas del lunes 21 de julio de 1958, cuando Ángeles Mayoral hizo que le avisaran después de haber ido por segunda vez a la tienda “Jusfer” y haberse convencido de que su amante, Félix López Robledo, estaba efectivamente muerto. A esa hora, Jarabo había aprovechado bien la mañana. Como era la primera vez en muchos días que tenía dinero, había ido a la Avenida de Aragón nº 9 a desempeñar un traje. Siempre atento a su buen aspecto, siguió ocupándose del cuidado de su indumentaria y en un taxi se dirigió a la tintorería “Julcán”, propiedad de los hermanos Julián y Cándido García Aguilera, situada en la calle Orense nº 49. Los propietarios del negocio conocían de sobra a Jarabo y sabían de sus siempre rocambolescas historias. En especial, Julián García Aguilera lo tenía catalogado como “un individuo de vida irregular que gastaba abundantes cantidades de dinero en salas de fiestas”. Jarabo nada más saludarle le pidió uno de los favores a los que le tenía acostumbrado, en esta ocasión, que le prestara una corbata: “Es que perdí la mía anoche. Tuve una pelea con unos americanos en el ‘Molino Rojo’”. Julián, mientras le daba lo que le había pedido, se esforzó en que el otro no notara que no se creía sus fantásticos relatos. “¿Pueden guardarme el maletín y el sombrero? Vuelvo enseguida”, dijo Jarabo despidiéndose. Los hermanos García Aguilera se quedaron pensando que ya estaba otra vez allí el tipo aquel con sus líos de siempre.
El cadáver de Félix López Robledo
A las 14:00 horas y tal como había prometido, volvió Jarabo. Pidió su maletín, lo abrió en el mostrador y sacó dos trajes. Uno de ellos para planchar y el otro, de color gris claro, para que lo limpiaran. Estaba muy manchado. La chaqueta estaba prácticamente empapada en un líquido rojizo. El pantalón tenía salpicaduras de color pardusco. A primera vista se notaba que aquello era sangre. Cuando el cliente se despidió hasta el día siguiente en el que pensaba volver a recoger su encargo, los propietarios de la tintorería se quedaron muy sorprendidos e inquietos por la visita, hasta el punto de vencer su natural tendencia a no complicarse la vida y curiosear en el maletín que les había dejado. Al mover el maletín, sonaba como si tuviera en su interior un objeto duro y pesado. Todavía no podían saberlo, pero lo que había allí dentro era la pistola del 7.65 con la que había matado a tres personas.
La policía en la escena del crimen
Jarabo quedó aquel día, último de los que pasaría en libertad, con un amigo venezolano. Tras el almuerzo, los dos comenzaron una larga sobremesa de copas. A las 17:00 horas, Jarabo seguía todavía consumiendo cognac con su amigo, cuando dos agentes de policía al mando del inspector Antonio Viqueira Hinojosa llegaron a la casa de la calle Lope de Rueda, propiedad de Emilio Fernández Díez y en presencia del portero de la finca ordenaron a un cerrajero que forzara la puerta del piso encontrando los cadáveres de las otras tres víctimas. Desde entonces y hasta el día siguiente, Jarabo cambiaría de acompañante, pero no de actividad. Pasó todas las horas restantes hasta su detención en una de sus habituales juergas de un lado a otro de la ciudad, recalando en bares y consumiendo enormes cantidades de alcohol.
Dos de los bares donde Jarabo pasó sus últimas horas: “El Molino Rojo” y el “Salón Casablanca”
Sobre las 07:00 horas del día 22 apareció, sin haber dormido, en el Bar Azul, de la calle San Bernardo nº 40. Allí convenció a dos mujeres, Juana Aguado Almendos, de 45 años, soltera y nacida en Jaén, y Amparo Pérez Madrigal, de 21 años, soltera, nacida en Valencia, para que siguieran con él su extraña peregrinación por los bares. Cuando Jarabo, desplazándose en un taxi con ellas buscaba, enfebrecido, una pensión donde le dieran “una habitación para tres” con el fin de terminar su particular maratón, Julián, el mayor de los hermanos García Aguilera, dueños de la tintorería “Julcán”, entraba en los locales de la Brigada de Investigación Criminal, para comunicar sus sospechas sobre aquel cliente tan raro que le había dejado a limpiar un traje bañado en sangre. La palabra que levantó de sus asientos a los policías fue “Morris”. Enseguida tomaron dos de los tres modestos coches a disposición de la Brigada y acompañaron a Julián a su negocio para estar allí cuando el “señor Morris” acudiera a retirar su traje.
La dueña y los meseros del Bar Azul que atendieron a Jarabo
Mientras, Jarabo, que vestía un traje Príncipe de Gales marrón claro y ocultaba sus ojos con gafas obscuras; que había perdido su sombrero verde en alguno de los locales nocturnos que visitó y que no había logrado encontrar un sitio donde le dejaran dormir con sus dos compañeras, seguía deambulando por las calles de la ciudad. Desde la taberna de la Corredera Baja nº 33, había llamado un coche de alquiler. El taxista Evelio Rodríguez recogió a quien él suponía el doctor Jaime Martín Valmaseda, acompañado de dos mujeres. Jarabo lo hizo transportarles a la calle Núñez de Arce y de allí a otras tres direcciones, donde luego de complicadas gestiones no logró lo que quería, por lo que acabó indicándole que llevara al trío a la calle Orense nº 49.
Jarabo bailando durante su último día en libertad
El coche se detuvo frente a la tintorería “Julcán”. Tras indicarles a Juana y Amparo que lo esperaran en el coche, Jarabo bajó del auto y se dirigió al comercio. Desde el interior de uno de los dos vehículos policiales que estaban discretamente estacionados en los alrededores, Ángeles Mayoral vio al hombre que entraba en la tintorería y dijo: “Sí, ese es Morris. Los agentes se pusieron en movimiento. Uno de ellos, placa en mano y empuñando una pistola, entró en el taxi de Evelio Rodríguez y preguntó: “¿Es Morris ese que se ha bajado?” El conductor dijo que no, que era el doctor Valmaseda. Pero una de las mujeres, desde atrás, confirmó: “Sí, es el señor Morris”. El inspector se guardó la placa y la pistola y fue hacia la tintorería.
Tarjeta con una identidad falsa, utilizada por Jarabo
Ocultos en la parte interior de la tienda, otros dos policías con las pistolas desenfundadas esperaban a Jarabo. Cuando Cándido Aguilera hizo la señal convenida, salieron y apuntaron sus armas contra el recién llegado: “¡Quieto, policía, manos arriba!” Jarabo protestó e intentó resistirse: “¿Qué pasa? ¿Por qué me detienen?” Los policías lo esposaron sin contestarle y le empujaron hacia la furgoneta que esperaba afuera. Jarabo se desplomó, derrumbándose en el suelo, cuando le fueron mostradas en las dependencias policiales las fotografías tomadas a los cadáveres de sus víctimas. Cuando empezó a hablar negó los hechos que se le imputaban, pero hábilmente interrogado, acabó confesando. La pesadilla de un loco asesino suelto en la ciudad había terminado.
Jarabo tras su arresto
El juicio tuvo una duración de catorce sesiones a lo largo de ocho días. La sala estuvo siempre abarrotada de público. Las togas se agotaron en los roperos del Colegio de Abogados y muchos se quedaron sin poder asistir. El tribunal estuvo formado por cinco magistrados: junto a ellos actuaron el fiscal, cuatro acusadores particulares y dos miembros de la defensa. Fiscal y acusadores calificaron los hechos como cuatro delitos de robo con homicidio, dos de tenencia ilícita de armas de fuego, uso de nombre supuesto y falsificación de documento de identidad. En las muertes se apreciaron los agravantes de alevosía, premeditación y nocturnidad en las de Emilio Fernández Díez y las dos mujeres; los de alevosía y premeditación en la de Félix López Robledo; desprecio de sexo en las de las mujeres; y el representante legal de la sirvienta Paulina Ramos estimó también un delito de profanación de cadáveres. Todos coincidieron en solicitar para el acusado cuatro penas de muerte.
El Tribunal
Cuando José María Jarabo fue juzgado ya existía Televisión Española (TVE), pero eran tan pocos los que tenían televisor que cuando se producía una avería o un corte en la emisión, se llamaba por teléfono a los televidentes para rogarles que perdonaran las molestias ocasionadas. El reportero que cubrió el acontecimiento para la naciente TVE fue José Antonio Pérez Torreblanca. Desde muchas horas antes de que empezara el proceso había una larga fila que desde la puerta del Palacio de Justicia bajaba por la escalinata de la calle Marqués de la Ensenada y dada la vuelta al edificio. Entre los que aguardaban había muchos que pasaron allí la noche para vender su puesto al mejor postor a la mañana siguiente. Y muchas mujeres. Las mujeres se sentían especialmente atraídas por la personalidad del procesado. Así lo diría el defensor Ferrer Sama: “En la Sala, durante el juicio, había una cola que yo pasé un día a las dos de la mañana, con mi mujer, había cenado con mi hermano y su mujer y dije, vamos a pasar por el Palacio de Justicia que creo que hay una cola. Había una cola que rodeaba todo el Palacio de Justicia porque vendían los puestos para entrar. El juicio se celebró en lo que ahora es la Sala Tercera. Es una sala grande, pero se llenó sobre todo de señoras. ¡Había una cantidad de señoras! Allí estaba Sara Montiel entre ellas. Se veían sentados en el suelo a magistrados del Supremo y a jueces de Primera Instancia que no tenían sitio”.
Las largas filas para entrar al Tribunal durante el juicio de Jarabo
Uno de los aspectos que más impresionaron de la personalidad de su defendido al catedrático de Derecho, Antonio Ferrer Sama, fue que un hombre en sus circunstancias se presentara ante el tribunal que le juzgó con un traje distinto cada día y una corbata a juego, elegante y acicalado, como si acudiera a un festejo. Cuando Jarabo entró por primera vez en la sala el29 de enero de 1959, traje oscuro, corbata a tono, elegante y atildado, se encontró de frente con los miembros del Tribunal: Antonio Ochoa Olaya (presidente), Luis Ortiz de Rozas Bourgón, José Antonio Cereijo Pérez, Agustín B. Puente Veloso y el magistrado ponente, Gaspar Femández Lomana de Barbáchano. En los estrados de la derecha, el fiscal, Eleuterio González Zapatero, acompañado por los acusadores en representación de las familias de las víctimas: Álvaro Núñez Maturana, Roberto Reyes, Luis Perezagua y Luis Roa. En los estrados de la izquierda, los abogados defensores: Antonio Ferrer Sama y Cesáreo Pérez y Pérez Abascal.
Croquis sobre los crímenes realizado por Jarabo
Durante la vista oral se estableció que el acusado, según propia confesión, había trabajado temporalmente como representante de una compañía de cine cinco años atrás. “Después ya no trabajé. Mi familia me enviaba el dinero que necesitaba”, declaró. Igualmente se estableció que tenía antecedentes policiales por riñas y otros delitos. El acusado, en su declaración, trató de alterar la secuencia de los hechos, así como de confundir las horas en las que sucedieron los crímenes con la intención de restar fuerza en lo posible a las acusaciones de premeditación, alevosía e indefensión de las víctimas. Con el mismo motivo hizo figurar en su relato que los dos hombres asesinados tenían sendas pistolas que exhibieron contra él.
Comunicado de la policía
De la primera jornada de muertes, Jarabo contó que en la casa de Lope de Rueda le abrió la puerta la criada y que dentro estaba Emilio, quien le invitó a una copa de cognac. Afirmó que le pidió que le entregara la carta de Beryl Martin Jones a lo que el otro se negó con sarcasmo, por lo que discutieron y pelearon; según él, “fue una lucha de un cuarto de hora”. Que fueron al cuarto de baño y que allí Emilio, al tratar de coger una pistola que tenía, resbaló, aunque en el suelo, llegó a empuñarla, pero que él se adelantó y disparó. Sobre la muerte de la criada, el acusado afirmó que al oír ruido, Paulina se acercó a ver lo que pasaba (sólo al final, aunque la lucha duró, según él, quince minutos), por lo que le tapó la boca para que no gritara y la privó de sentido con el cañón de la pistola; sin embargo, según la autopsia, su cráneo quedó aplastado; y en un rincón de la cocina había una plancha con restos de sangre. Siguiendo su relato, a continuación tuvo que abandonar a la desfallecida sirvienta porque oyó que alguien hurgaba en la cerradura. Jarabo dijo que habló con Amparo mucho rato y que también le invitó a tomar unas copas. Durante la conversación oyó un ruido y con un pretexto dejó a la señora en el salón y fue a ver a la criada que trataba de salir de su encierro: “Y yo la detuve. Luchamos. Al taparle la boca me mordió. Llevaba el cuchillo de cocina. Como yo era más fuerte, vencí”. Afirmó que su intención no era matarla.
Los titulares sobre el crimen
A todo esto, según el acusado, Amparo no se movió de su sitio, sino que lo esperó tranquilamente sin extrañarse. Cuando volvió al salón continuó la conversación hasta la 01:00. Pero a esa hora, inesperadamente, la mujer se asustó: “No sé qué pasó. Quizás la sangre que tenía en los pantalones”. Ella salió corriendo. Jarabo afirmó ante el Tribunal que entonces él disparó al aire. El fiscal no pudo reprimir su ironía: “Y claro, en el aire la alcanzó la bala”. De la segunda jornada del crimen, lunes, con un domingo de descanso por medio, José María Jarabo declaró que fue muy temprano a entrevistarse con Félix López Robledo a la tienda “Jusfer” de la calle Sáinz de Baranda. Dijo que le abrió Félix y que él sacó la pistola: “Le dije que quería la carta de Beryl, que el anillo podía sustituirse por otro, pero la carta comprometedora, no”. Afirmó que hubo una nueva lucha y que le disparó a la cabeza. Con el cuerpo de Félix yacente, Jarabo se dedicó, según su relato de los hechos, a registrar el local en busca de la tan citada carta, pero que entonces Félix se incorporó de un salto (un hombre con un agujero de bala del 7.65 en el cráneo) y le dijo que no había allí ninguna carta, que se fuera tranquilo porque no pensaba denunciarlo a la policía. También afirmó con aplomo que fue en ese momento cuando le hizo un nuevo disparo.
Existen numerosos testimonios sobre la afición de Jarabo a las armas de fuego. Durante el juicio que se siguió por los crímenes, el acusado hizo una exposición entre la identidad de la munición empleada por las automáticas Colt calibre .32 y las del 7.65, que lo revelaban como un experto. La pistola empleada para los asesinatos fue una semiautomática de modelo clásico, calibre 7.65. Según su testimonio, se la compró a un velador para su defensa. Entre el equipaje que Jarabo había dejado desperdigado por varios puntos de España en su errar constante, dentro de una maleta abandonada en Mallorca, los inspectores encontraron otra pistola, una Walther A.L.P.R., modelo P.P.K. también calibre 7.65 mm. Las dos armas, junto con el cuchillo con el que mató a la sirvienta, se guardan en el Museo del Crimen de la Policía de Madrid.
Las armas de Jarabo
En el transcurso de la vista oral, el defensor Ferrer Sama exhibió un brillante parlamento que duró trece horas y durante el cual quedó afónico, por lo que precisó de cuidados a cargo de un otorrinolaringólogo para recuperar la voz y poder continuar. Su brillante y apasionada exposición trató en todo momento de demostrar que los hechos debían calificarse de no constitutivos de delito por “falta de imputabilidad de su autor, a quien debe aplicarse la eximente primera del artículo octavo del Código Penal” que se refiere al enajenado y al que se encuentra en estado de trastorno mental transitorio. En su opinión, Jarabo debía ser absuelto, aplicándosele las medidas de seguridad y tratamiento adecuado.
Caricatura sobre Jarabo
Como prueba de la confusión existente en los detalles, aunque no en el fondo de la cuestión, está la sentencia, que da una versión recogiendo parte de las afirmaciones de Jarabo. Por ejemplo, establece que Emilio estaba en la casa cuando éste llegó, que tuvo lugar una discusión y que fue el primero en morir. “Sabemos que hubo cuatro muertes, pero no sabemos cómo se produjeron. ¿Qué hechos pueden establecerse como ciertos? Sabemos, por confesión del reo, quién produjo las muertes, pero no sabemos nada más. En los relatos del fiscal y de las acusaciones se produce una discrepancia más o menos absoluta. Cada uno narra los hechos de distinta manera, porque los desconoce. Los suponen, basándose, más que nada, en los extremos que encuentran extraños en la declaración del procesado. Esa presunción es peligrosísima”.
Mapa del crimen
Las últimas palabras del acusado ante el Tribunal fueron: “Aunque no puedo devolver la vida a nadie, quiero decir que he tenido los necesarios contactos para que los familiares de las víctimas sean indemnizados. Lo hago a través de una entidad de fuera de España, donde tengo dinero. Y espero que se haga con la mayor amplitud posible”. El presidente del Tribunal, le preguntó: “¿Tiene algo más que añadir?” Con sorna, el acusado dijo: “No sé si soy un psicópata o no. Ni me importa. Lo único que sé es que soy el autor de cuatro muertes: dos quizás un poco más justificadas, aunque, en realidad, ninguna puede serlo. Y están haciendo todo lo posible para que me maten. Quieren llevarse mi cerebro para analizarlo en el laboratorio de la universidad. Si no se puede ofender a nadie. Me refiero a cierto falso testimonio. Quiero referirme a la señora que dijo que no quería perjudicarme aunque fuera el autor de la muerte de su hija: yo no quise matarla”.
Croquis de las dos escenas del crimen
El presidente interrumpió sus palabras y declaró el juicio visto para sentencia, ordenando despejar la sala. Eran las 13:25 horas del 6 de febrero de 1959. Cuatro días más tarde fue firmada la sentencia: “Debemos condenar y condenamos al procesado como autor responsable de cuatro delitos de robo, de los que en cada uno de ellos resultó homicidio, con la concurrencia de las circunstancias agravantes de alevosía y premeditación en todos, de nocturnidad en tres y de desprecio de sexo en dos, a la pena de muerte por cada uno de ellos”.
De haber sido diagnosticado como enfermo mental, hubiera sido declarado irresponsable. Lo que lo habría librado del cadalso. Además de a la pena de muerte, Jarabo fue condenado por dos delitos de uso de nombre supuesto, dos de tenencia ilícita de armas y uno de falsificación de documentos de identidad. Los abogados de Jarabo recurrieron esta sentencia en casación ante la Sala Segunda del Tribunal Supremo. El recurso, que estaba hábilmente planteado y contaba con excelente factura técnico-jurídica, pretendía que la sentencia fuera revocada por defecto de forma y de fondo. De forma, alegando falta de claridad en los hechos probados, omisión de detalles esenciales en éstos y contradicción esencial entre ellos. También se argumentaba en este terreno denegación indebida de pruebas de la defensa. Todos estos motivos fueron rechazados. Pero, en realidad, la batalla legal se libraba en el Supremo, como en la Audiencia, en torno al fondo del asunto.
Informe sobre Jarabo
La sentencia de casación, de la que fue ponente José María González Díaz, rechazó también todas las alegaciones hechas en este sentido. Ni consideraron un psicópata a Jarabo, despachando el tema con decepcionante simpleza, ni admitieron que su conducta fuera otra que la de los delitos de robo con homicidio. De igual forma entendieron que su acción había sido alevosa y premeditada y que había actuado respecto a sus víctimas femeninas con desprecio de sexo
Las víctimas (click en la imagen para ampliar)
Lo que pocos recuerdan es que el recurso prosperó en dos motivos. El Tribunal Supremo entendió que no concurría la agravante de nocturnidad (hubiera podido matar igual siendo de día) en los hechos del día 19 y que asimismo las muertes de Paulina y María no podían considerarse como delitos de robo con homicidio, sino como delitos de asesinato. La parcial revocación de la sentencia de la Audiencia no privaba a Jarabo de su fatal destino. Los otros dos delitos, sentenciados de robo con homicidio, lo llevaban a la muerte. La última esperanza era el indulto del Consejo de Ministros. Pero no se produjo.
El fiscal Eleuterio González Zapatero
La defensa formada por los letrados Antonio Ferrer Sama y Cesáreo Pérez y Pérez Abascal, preparó el escrito de petición de indulto. Hubo una reunión en casa de los familiares de la madre de José María Jarabo y todos de acuerdo deciden elevar petición de clemencia a la jefatura del Estado previo informe del Consejo de Ministros, que denegó la solicitud y confirmó la sentencia. Al abogado Ferrer Sama sólo le quedaba una cosa por hacer: acompañar hasta el patíbulo a su defendido. “Era mi obligación, porque todo tiene sus cosas desagradables. Yo a las siete de la tarde me voy allí, cuento la cosa exactamente como fue, me arrodillo delante de él y le digo: ‘Bueno, mira, nos hemos llamado de usted hasta ahora, nos hemos peleado varias veces, pero vengo a pedirte que me perdones si crees que ha quedado algo por hacer...’ Jarabo me contesta: ‘¡Cómo dices eso! ¡Por Dios! ¡Haz el favor de levantarte! Tú has hecho todo lo que has podido’”. Después, el defensor ayudó al condenado a pasar la noche.
El defensor Antonio Ferrer Sama
La tensa espera hasta el cumplimiento de la sentencia fue un auténtico suplicio para José María Jarabo. En capilla, en una celda subterránea que sólo disponía de un triste tragaluz, pasó sus últimas horas. La tarde y la noche que desembocarían en su muerte, José María Jarabo estuvo acompañado de dos sacerdotes, el jesuita padre Marañón y el padre Placer, capellán de la cárcel de Carabanchel. Junto a ellos, el defensor Ferrer Sama, que fue quien de forma más constante y hasta el final estuvo con el reo. A media tarde, el abogado quiso tener un detalle con el hombre que iba a morir y se fue a la tienda en la que éste normalmente compraba bebidas para llevarle una botella de whiskey. También le compró seis cigarros “María Guerrero”. Pero los funcionarios apenas permitieron al reo probar el whisky (“’sin que se entere nadie’, dijeron, y le dieron un dedito o dos en un vaso de aluminio”, declararía el abogado), y no le permitieron fumarse los cigarros.
El psicópata desalmado y la psiquiatría forense (click en la imagen para ampliar)
Cuando llegó la hora de cenar, los miembros de la Sala que habían firmado la condena, y que estaban reunidos, como era su deber, en una dependencia de la prisión, invitaron al defensor a cenar con ellos, pero éste se negó. Más tarde le volvieron a llamar porque el magistrado ponente que había redactado la sentencia, Gaspar Fernández Lomana de Barbáchano, había visto entrar el ataúd para Jarabo y andaba paseando por el exterior con el cabello revuelto, lleno de pesadumbre como alma en pena. Ferrer Sama, aunque ya tenía bastante con acompañar al condenado, cedió al requerimiento y alivió en lo que pudo al atribulado ponente.
La personalidad de Jarabo (click en la imagen para ampliar)
En la celda, sentados a una mesa como de cocina, Jarabo, el padre Marañón y el abogado, pasaron las angustiosas horas. Marañón, que había sido compañero del reo en el colegio del Pilar, empezó a hablarle de la Epístola de San Pablo. Ante la irritación creciente del condenado, el padre jesuita acabó por marcharse: “Cualquier cosa que yo le digo, lo irrita”, le dijo al abogado a modo de despedida. Y se quedaron mano a mano, con la terrible noche por delante, defensor y defendido. Se produjo entonces una conversación: “¿Tú crees en Dios o no crees en Dios?” “Hombre, cómo no he de creer”, contestó Jarabo. “Bueno, ¿crees que es eterna, que es infinita la misericordia de Dios?” “Claro que es infinita, por Dios”. “Entonces, vamos a oír misa, te arrepientes, confiesas y haces propósitos de hacer otra vida”. “Claro, si sé que Dios me perdonará, me arrepentiría. Pero es que lo mío ha sido tan grande. Es que yo he matado a cuatro personas”. “Has matado a cuatro. Oye, que San Pablo se cargó a mucha más gente. Cuatro personas para San Pablo no eran nada. Entre la lucha del Sanedrín y los filisteos, ya sabes lo que pasó”. “Pero ya tan a última hora, tan a última hora”. “Mira, lo único que sabemos los que somos profundamente católicos, es que el único santo que sabemos que existe es San Dimas y tenemos prueba de ello porque son palabras de Cristo: ‘En verdad te digo que esta noche estarás conmigo en el Paraíso’. Esto le dijo a San Dimas, el buen ladrón, ¡tan a última hora!”.
El garrote vil
A las 05:00 horas, cerca de la última hora, Jarabo presentó un cuadro diarreico. Después oyó misa de rodillas y aunque el director de la cárcel le llevó un almohadón para que estuviera más cómodo sobre las duras baldosas, él lo rechazó diciendo: “Lo mínimo que puedo hacer es este sacrificio”. Confesó y comulgó. Ya entonces, al finalizar la misa, lo dejaron tomarse un whiskey y encender un puro. Tardaron en ir a buscarlo y Jarabo comentó: “Tan deprisa como ha ido esto y cuánto tarda la muerte. Me hablan dicho que me iban a ejecutar a las seis de la mañana y no entran a por mí”. Más tarde vinieron por él y quisieron ponerle un pañuelo negro que finalmente y con mediación del abogado, se puso: “José María, tú no debes ver lo que hay detrás de esa puerta”. Fue entonces cuando Ferrer Sama afirma que, autosugestionado, le dijo: “Yo me cambiarla por ti, porque yo no sé lo que será de mí. En cambio, si tú mueres, como vas a morir, sé lo que va a ser de ti”. “Antonio, qué consuelo es esto para mí”, respondió Jarabo, Y ya con el pañuelo puesto, exclamó, angustiado: “Antonio, ¿dónde estás?” Le dio un abrazo y se despidió: "Yo no te he podido pagar, pero en tu despacho vas a notar la defensa que me has hecho, cómo has llevado el asunto. Lo vas a notar”.
El garrote vil donde se ejecutó a Jarabo
En el Código de 1848 se adoptó en España el garrote vil como medio de ejecución para las condenas de muerte impuestas por la jurisdicción común hasta el siglo XX, en que pasaron a efectuarse en el interior de las prisiones. El garrote llamado vil es un aparato que tiene una almohadilla que recuerda las que se usan en las barberías para afeitar, con una argolla que se coloca al cuello del reo y que se completa con un tornillo que termina en una manivela. Esta máquina de matar se sujeta a una estaca clavada en el suelo junto a la que se dispone una silla en la que se sienta el condenado. Al accionar la manivela, en la versión catalana de este instrumento, el tornillo descoyunta las vértebras cervicales produciendo la muerte. El garrote vil típicamente español es menos cruel, pues el tornillo no penetra en el cuello del condenado, sino que hace retroceder el collar, acarreándole la muerte por asfixia. En teoría se trata de un método rápido y eficaz, pero en la práctica causa atroces sufrimientos. El garrote quedó sin uso y fue guardado en algún lugar de los sótanos del Palacio de Justicia al ser abolida la pena de muerte por la Constitución de 1978, excepto en lo que puedan disponer las leyes penales militares en tiempo de guerra. José María Jarabo sería el último ejecutado en cumplimiento de sentencia dictada por la jurisdicción ordinaria. El director de la prisión y el abogado defensor, Antonio Ferrer Sama, no entraron a presenciar la ejecución. La pasaron sentados en una banqueta, al lado de la celda en la que había estado el condenado, incapaces de reprimir las lágrimas. Cuando el verdugo llegó a la cárcel lo aislaron en una celda en la que metieron una garrafa de vino. “Lo incomunican con la intención de que no llegue el momento y se haya quitado la vida”, explicaría el abogado Ferrer Sama. Y añade: “Este hombre era un tipejo así, delgadito... e iba borracho. Hasta el punto de que luego hubo un expediente en la prisión”. Al amanecer del 4 de julio de 1959 entró José María Jarabo en la celda de la muerte. Era una habitación pequeña y estrecha con el suelo de cemento, desde el que se alzaba verticalmente una viga de madera. Atada a esta columna, con una simple soga, había una triste silla. El garrote pendía de la viga a la altura del cuello. Jarabo se sentó con los ojos vendados. Empezó a actuar el verdugo, eufemísticamente denominado “Ejecutor de Sentencias”. Desentrenado y tembloroso, tuvo que repetir varias veces su tarea. El reo tardaría en morir más de veinte minutos. Jarabo tenía un cuello muy grueso; el verdugo era un individuo de pequeña estatura que no aparentaba ser muy fuerte. Además llevaba bastante tiempo sin ejercer su oficio. Por todo ello la muerte tardó mucho en llegar.
La ejecución se cumplió con la asistencia, al menos teórica, de varios invitados: Jesús María Marañón Richi, sacerdote y condiscípulo de José María Jarabo en el colegio del Pilar; Antonio Fernández Martínez, delegado de la Alcaldía; Antonio Fernández Fernández, delegado del Gobierno Civil; Fernando Pérez Rodríguez, forense del Juzgado 21; Luis Sánchez Ruiz, médico de la prisión; fray Gumersindo Placer López, capellán; Antonio Fernández Martín, médico forense de la Beneficiencia; Simeón Torres Domínguez, director de la prisión; Enrique Gregorio Álvarez, subdirector; Juan Gómez Borrego y Casimiro Guisasola Domínguez, jefes de servicio; Jesús Hierro de Prado y Gregorio Martínez Campillo, auxiliares; José Martí Sancho, Luis de Castresana Rodríguez y Angel Alcázar de Velasco, como vecinos de Madrid designados por el alcalde. Esa misma mañana, cuando el abogado Ferrer Sama estaba durmiendo en casa de su hermano, Alberto Aguilera, recibió una llamada del poderoso dueño de Galerías Preciados, Pepín Fernández, que le encargó un asunto personal y le dio una increíble provisión de fondos de medio millón de pesetas. Ante tamaña suerte, el letrado recordó entonces, y durante su prolongada vida profesional, las palabras que Jarabo le dijera la noche anterior: “Tú vas a notar en tu despacho y en tus ingresos lo que yo no te he podido pagar”.
La tumba de Jarabo
Los restos de José María Jarabo fueron enterrados en el Cementerio Municipal de Nuestra Señora de la Almudena de Madrid, en sepultura de preferente perpetua, localizados en la meseta segunda, cuartel número dos, manzana, 55, letra A, cuerpo número tres. El pueblo de Madrid dudó hasta el final de que José María Jarabo recibiera el castigo que merecía. Muchos decían que el hecho de tener familiares y amigos entre la clase dirigente haría que su condena no fuera severa o, en último caso, que no se cumpliera. En su época, el “Caso Jarabo” creó una auténtica psicosis entre la población. Era por entonces normal escuchar en una conversación “eres más malo que Jarabo” o incluso que se asustara a los niños con un “estate quieto o llamo a Jarabo”. Dos empleados de la funeraria que transportaron el cadáver tras la ejecución, sostuvieron una discusión sobre si realmente quien iba en el féretro era Jarabo. Llegados a este punto, pararon un momento su tarea y abrieron el ataúd. Los que relataron la escena afirman que aquellos quedaron plenamente convencidos. Pero no así otros muchos. Durante décadas, muchas personas afirmaron haber visto a Jarabo por la calle, o al mando de una empresa, o incluso haber sostenido un romance con él.
Cronología de los acontecimientos (click en la imagen para ampliar)
Fuente: Escrito con Sangre